sábado, 29 de diciembre de 2012

Olivia Dunsterville (4)

Acuarela nº 4: La música que hacen ciertas cosas

Olivia y Viktor se quedaron el uno ante el otro, inmersos en las densas nieblas de la mañana y preguntándose con la mirada demasiadas cosas como para contarlas.
-¿Tú sabes contar mariposas sin verlas?
-Sí, ¿y tú sabrías hacerme escuchar la música que me rodea?
-No lo sé -negó Olivia, dudando de sus propias palabras. Kornbock dejó escapar un torrente de chillidos eufóricos antes de dignarse a hablar desde las desnudas ramas de un castaño de Indias que, inclinado sobre las aguas del pantano, observaba con curiosidad tan extraña escena.
-Debéis ir al castillo de Dunsterville -dijo el martín pescador.
-Las mariposas os esperan -añadió Telfusa, entre risillas agudas que cercenaban el silencio del lugar.
-¿Allí escucharé la música? -preguntó Viktor, retorciéndose las manos, el gesto nervioso y la garganta constreñida.
-Allí tus oídos encontrarán las verdades que tus ojos crean mentiras -aseguró Kornbock, extendiendo después las alas y echando a volar entre las nieblas. La hiena volvió a carcajearse y comenzó a seguir el rastro del pajarillo.
*
El nervioso aleteo de aquel torrente de mariposas continuaba hendiendo el aire del desván y provocando un curioso estruendo por los rincones del castillo. Olivia penetró más en la estancia, seguida por Viktor. Fossengrim seguía medio adormilada sobre una viga del techo, con el pedazo de labio de Olivia entre las manitas y su larga cola gris moviéndose de un lado para otro. Y sin embargo no estaba sola. Con ella se encontraba Ellyllon, portando en su diminuta boca el lóbulo de la oreja de Viktor. El muchacho perdió la extasiada mirada en la inmensidad de la nube de mariposas negras, y al instante una sonrisa maravillada afloró en sus labios.
-¿Tú sabrías decirme cuántas mariposas hay aquí? -preguntó Olivia, mirando con aprensión al chico.
-¡Concéntrate, Viktor! -chilló Ellyllon desde las alturas-. ¡Esa es la música que te rodea! ¡Escúchala!
Viktor parpadeó varias veces, esforzándose por entender, y de pronto una voluntad que no parecía suya le obligó a cerrar los ojos. Concéntrate, pensó. Concéntrate.
Escuchó el maremagno de aleteos, y solo escuchó ruido. Pero entonces cada aleteo le pareció una nota, y cada grupo de aleteos un acorde. Después, todos los acordes formaron en sus oídos una melodía. ¡Era música!

(c) Irene Sanz

lunes, 17 de diciembre de 2012

Olivia Dunsterville (3)

Acuarela nº 3: Caminando en la gélida penumbra

-¿Quién sería capaz de contar tantas mariposas? ¡Fossengrim está mal de la cabeza! -rezongaba Olivia mientras avanzaba desvaídamente a lomos de su mastodóntico opilión de lomo nacarado. La bestia puso cara de total indiferencia. Tan solo debía ocuparse de no meter cualquiera de sus ocho patas en el lodazal del brumoso pantano. Complicada tarea.
La fresca brisa de la mañana mecía sus largos cabellos negros y de vez en cuando se obstinaba en repetir a su oído algún que otro chismorreo que pronto desaparecía en el silencio matutino.
-En ocasiones los oídos cuentan verdades que los ojos interpretan como mentiras -expuso de improviso una graciosa vocecilla desde las alturas de un serbal perlado de frutos carmesíes. Olivia levantó la mirada y encontró a un pequeño martín pescador posado sobre una rama del árbol.
-¡Oh, Kornbock! -exclamó Olivia, perfilando la más dulce de las sonrisas.
-Fossengrim y sus pruebas, ¿verdad?
-Así es. ¡Mira lo que me ha hecho! -Se señaló el labio mutilado y dejó escapar un quejido quedo.
-Sé de una persona que logra contar mariposas sin verlas -anunció Kornbock-. ¿La quieres conocer?
-¡Pues claro!
-Entonces sígueme.
*
-¿Tú sabes qué tienen en común la chistera de Neptuno y un barbo? -preguntó Telfusa.
-Ni idea. ¿El qué? -quiso saber Viktor, pensando que quizá la parlanchina hiena podría ahorrarse tan frívola comparación.
-La humedad, que es precisamente lo que me está matando. -Llevó sus ojos ambarinos al fangoso suelo del pantano-. Yo soy un animal de sabana, no de humedales.
Poco a poco la densa nubosidad del cielo se fue volviendo más y más impenetrable, como si una voluntad superior a toda naturaleza hubiera decidido extender un velo de negrura sobre la faz del mundo.
-Haberte quedado en casa.
Telfusa dejó salir en aluvión una risa inquietante que llegó a espantar a una nutrida bandada de murciélagos.
-¿Y perderme a esa persona que te puede hacer escuchar la música que hay a tu alrededor? ¡Antes soy capaz de comerme un maldito ñu sin una pizca de salsa picante!
Viktor se carcajeó con ganas. Por muy agotadora que fuese, debía reconocer que la hiena era una compañera de viaje excelente. Pero entonces, mirando a lo lejos, medio engullida por la fuerte niebla que en algarazos pululaba sobre el pantanal, el muchacho alcanzó a distinguir a una chica, alta y oscura como una noche sin luna. Y sobre su cabeza revoloteaba un bonito martín pescador. 

(c) Irene Sanz

martes, 11 de diciembre de 2012

Olivia Dunsterville (2)

Acuarela nº 2: El chico que salió del interior de un caracol

Al despertar aquel plomizo día Viktor notó cómo sus ojos parecían haber estado girando durante horas y horas dentro de las cuencas. Los sentía cansados y heridos; cuando abandonó la plácida calidez de las mantas aún descubrió algo más. Al momento un bramido de mal genio salió a borbotones de su garganta.
-¡¡Ellyllon!!
El fornido Ulises de uno de los bajorrelieves que adornaban las paredes de su habitación dio un respingo para, poco después, chistarle, con el gesto malhumorado.
-¡A callar, señorito Wernicke! -pidió el pétreo héroe. Viktor refunfuñó una queja incognoscible, se miró en un espejo de los cuatro que cubrían el suelo y vio que, tal y como había supuesto, le faltaba un pedacito de oreja. La derecha. Su pobre oreja derecha.
-Estúpida salamandra descerebrada... -masculló, frunciendo el ceño y retorciéndose nerviosamente las manos. Alzó la mirada y salió del cuarto entre quejidos roncos. Las risas estruendosas de la salamandra resonaban de forma torturante por todos los rincones de la tortuosa mansión de Wernicke Haus, un gigantesco caracol de varios pisos de altura, desde el mismo amanecer.
-¡¡Ellyllon!! ¿Por qué me has robado el lóbulo de la oreja?! -voceó Viktor, escudriñando el suelo a sus pies en busca de la diminuta salamandra. Un pequeño escuadrón de cangrejos fantasma le miró desde el suelo cuando Viktor pasó junto a ellos.
-Ho-ho-ho-la-la Vik-ik-ik-to-to-or -dijeron todos aquellos cangrejos casi acompasadamente. 
-Descansen, muchachos -les ordenó el chico, haciendo un gesto formal y dejándoles atrás. Salió del caserón con los pies descalzos y la mirada enloquecida. Al momento la fuerte humedad de la mañana hizo que un escalofrío corretease por su espalda de arriba abajo. Los lánguidos sauces del jardín le rodearon, arropándole con sus ramas y llevándole hasta la orilla neblinosa del lago. Y allí, subida a un retorcido tronco medio sumergido en las aguas, la salamandra Ellyllon dejaba escapar sus últimas risillas burlonas mientras en una de sus pegajosas manitas sostenía el blando lóbulo de la oreja.
-¡Dame mi lóbulo! -gritó Viktor, extendiendo una mano exigente sobre el agua.
-¡No sabes escuchar, Viktor! -chilló el animal-. ¡Tienes que aprender a hacerlo!
-¿Y cómo puedo hacer eso?
-Tienes que encontrar a alguien que te haga oír la música que te rodea.
Y Viktor rezongó un improperio. ¿Dónde podría encontrar a una persona así?

(c) Irene Sanz

lunes, 3 de diciembre de 2012

Olivia Dunsterville

Acuarela nº 1: La chica que no podía contar mariposas

Una fría mañana de otoño el sol, exangüe en el triste cielo plomizo, parecía no querer abandonar la algodonosa protección de los nubarrones que anunciaban tormenta. Olivia había despertado entre las mantas de su cama con la boca arenosa y una incordiante sensación de carencia constriñendo su estómago. Se puso en pie y zamarreó la cabeza con la intención, tal vez infausta, de sacarse del cerebro aquella molestia sin origen definido.
-Buenos días, Olivia -saludó con voz estridente una peluda tarántula a sus pies, mirándola desde el chirriante suelo entarimado con sus diminutos ojillos de color carmesí.
-Buenos días, Astaroth.- Se llevó las manos a los revueltos cabellos y, al mirarse en el espejo, descubrió con horror que le faltaba un pedazo considerable del labio inferior-. ¡Oh, Fossengrim! ¡Maldita rata ladrona!
La gran araña Astaroth se extravió bajo la cama a toda velocidad, como temiendo una tempestad de improperios. Olivia abrió la puerta de su cuarto de un violento tirón, atravesó a paso raudo el tortuoso pasillo que llevaba al zaguán del castillo, y poco después echó a correr escaleras arriba. El tétrico retrato de una dama de rostro rubicundo la miró desde el apulgarado lienzo de la pared, interrogándola con los ojos.
-¡Odio que esa rata me robe trozos del cuerpo mientras duermo! ¿Es que no se da cuenta de que ya no soy una niña? ¡Esos juegos ya no hacen ninguna gracia!
Ascendió escalón por escalón hasta llegar a un polvoriento desván con un fuerte olor a rancio, donde un auténtico batallón de antiguos juguetes parecía aún esperar la llegada de unos niños que jugaran con ellos.
-¡Fossengrim! ¡Devuélveme mi pedazo de labio ahora mismo! -gritó Olivia, de muy mal humor. Un gastado caballito de madera que había junto a ella tembló de miedo al escuchar su tremendo alarido. La rata blanca, subida a una de las vigas del techo, mostró el trozo de labio de Olivia entre sus amarillentos dientecitos y dejó escapar una risa maquiavélica.
-¡Tienes que contar las mariposas! -indicó con su vocecilla impertinente desde las alturas. A los pies de Olivia se abrió, de improviso, un alargado arcón de marquetería oscura, y de sus entrañas salió una densa nube de mariposas inquietas y asustadizas, más negras que la propia noche, sumiendo el desván en unas curiosas tinieblas.
-¡Son demasiadas! ¡No puedo contar todas! -se quejó Olivia. Fossengrim se carcajeó de nuevo, aquella vez con más sorna y menos vergüenza.
-Entonces tendrás que buscar a quien pueda hacerlo -dijo, guiñando un ojo y desapareciendo poco después entre las sombras del laberíntico techo. Y Olivia dejó escapar un fuerte resoplido de indignación.

(c) Irene Sanz

domingo, 25 de noviembre de 2012

El nombre que pocos saben



Dicen que la muerte es lo único que no tiene remedio. No es verdad. Se puede escapar de la muerte, y no me refiero a evitarla en ese último instante en el que todo parece perdido, en ese último instante en el que tu vida pasa en un segundo ante tus ojos, me refiero a volver de la muerte, a engañarla en su propia mesa, con sus propias cartas, con sus propias reglas. No me creen, ¿verdad? Y hacen bien en mantener sus reservas respecto a la veracidad de mis palabras, en mantener la guardia alta frente a mi lengua viperina. Pero díganme, ¿qué edad aparento? Quizá unos veinticinco, en cualquier caso, no más de treinta. No siempre ha sido así. He visto la vida con los ojos cenicientos de aquellos cuyos días agonizan, y he descubierto la luz con el primer llanto al nacer. He sentido el último aliento de hombres inmensamente ricos, pero también he aspirado la última bocanada de aire de aquellos cuyos días han llegado a su ocaso en la más mísera de las situaciones. Llevo vagando desde los albores del tiempo, poco después de que la tierra se enfriase y los primeros hombres fueran capaces de levantar ciudades. No importan los motivos que me ataron a destino tan atroz, ya ni siquiera los recuerdo, ni me interesa recordar. A lo largo del tiempo he tenido muchos nombres, pero solo uno es el verdadero, uno que muy pocos conocen.

(c) Germán Zamorano

domingo, 18 de noviembre de 2012

Si fueras mío

Si en este mundo o en el otro fueras mío,
Mi pecado, mis virtudes, mi bondad y mi albedrío,
No habría espada ni batalla que mi mundo anocheciera.
Así pues, quiera Dios o no lo quiera,
Mi armadura y mis defensas rendiría a tus pies,
Mi cabeza, mi alimento, toda el alma con su fe.

Si en este mundo o en el otro fueras mío,
Mi luz bella, mi fiel cuna, mi dulzura y mi sentido,
No habría fuerzas que acabasen con la estrella que me guía,
No habría sombras que ocultasen mi contento y mi alegría.
Mi entereza y mis deseos rendiría a tus pies,
Mi universo, mi tesoro y todo aquello que un día amé.

Si en este mundo o en el otro fueras mío,
Mi caída, mi sustento, mi esperanza y todo brío,
No habría males ni pesares que a mi ser le destemplaran,
No habría miedos ni infortunios que me ataran.
Mi coraje y mi constancia rendiría a tus pies,
Como pájaro y cordero, en ti pondría mi fe.

(c) Irene Sanz  

 

   

domingo, 11 de noviembre de 2012

El Espíritu de Whingett

-¡Parsimonia! ¡Deprisa, perezosa descerebrada!-se regañó a sí misma la rubia muchacha mientras corría y jadeaba entre retorcidos matorrales y manzanos centenarios hacia el desangelado molino de Romulus Clatterbuck, el inventor loco de Whingett Bluffles. Una comarca como aquella, con gentes tan buenas y honradas, podía sentirse más que orgullosa de tener entre sus habitantes a un hombre como lord Clatterbuck. Bien era cierto que de vez en cuando la torcida chimenea del molino explotaba, que al menos una vez por semana las aguas del arroyo se teñían de vistosos colores tornasolados por efecto de algún tipo de experimento químico, y que el aire por aquella zona solía apestar a azufre y a pelo quemado con demasiada cotidianidad. Pero nada de eso importaba. Parsimonia iba a ver su último invento. ¿Qué más daba todo lo demás?
De un rápido salto evitó la valla de madera marfileña y continuó la carrera, imparable. Ante sí, las tétricas aspas del molino se movían lentamente al compás de un vientecillo apenas perceptible, y la chimenea, serpenteante y hecha de irregulares pedazos de metal, despedía un denso humo anaranjado de olor dulzón. Desde las enigmáticas entrañas del edificio salía la embotellada melodía de una gramola. Llegó hasta la tosca puerta de entrada, tomó aliento, trató de calmarse y miró el picaporte en forma de cabeza de cuervo.
Nadie en todo Whingett Bluffles, excepto ella, conocía las maravillas que el molino de lord Clatterbuck atesoraba en su interior.
-¡Pequeña! -canturreó alguien desde el otro lado de la puerta-. ¿Dónde están las diez galaxias de los seres humanos?
Parsimonia esbozó una sonrisilla de inocente picardía.
-¡En las yemas de sus dedos, lord Clatterbuck!
-¡Muy bien! ¡Puedes pasar!
La cabeza de bronce que era el picaporte se giró sola, y la puerta, con un quejido ronco, cedió hacia adentro. El interior del molino estaba inmerso en leves tinieblas, entre las que se adivinaban increíbles ingenios mecánicos y estrambóticos cachivaches más allá de lo imaginable. Un simpático perrito robot con ocho patas y dos antenas salió a su encuentro y la saludó con efusividad.
-Hola, Tuercas -dijo Parsimonia, acariciándole su fría cabeza de zinc. Una mano enguantada la cogió entonces de la muñeca y tiró de ella hacia la penumbra.
-¡Parsimonia, mi querida mocosa! ¡Se acabaron las tediosas carreras para ir de un lado a otro! -estalló el inventor, enroscándose en la cabeza la alta chistera carmesí y poco después ajustándose la pajarita al cuello. Su rostro estaba sucio de tizne y grasa negruzca, al igual que su mandil, su blanca camisa de castigada seda y sus pantalones.
-¿Qué se le ha ocurrido esta vez?
Lord Clatterbuck contuvo la respiración durante unos instantes, agitó las manos como si con ello se librase de la presión de los nervios y soltó una risa.
-¡Un autogiro propulsado por excrementos de ánade real!
Parsimonia parpadeó varias veces, incrédula. 
-¿Excrementos?
-¡Sí! Ven, ¡acompáñame!
Tironeó de ella hacia las entrañas del molino y, sorteando montañas de libros, inventos y artilugios, llegaron hasta una puerta trasera de vetusto cristal emplomado. Lord Clatterbuck la abrió y ambos salieron al campo, despejado y límpido tras una noche de refrescantes chubascos. Allí, entre montones de heno y floridos árboles frutales, se encontraba el autogiro de metal y madera, brillante al sol mañanero y mudo como si esperase un dulce despertar.
-¡Es precioso! -exclamó la niña, con los ojos como platos. El inventor la miró emocionado.
-Se llama Espíritu de Whingett.

(c) Irene Sanz

sábado, 3 de noviembre de 2012

El perdón a mis pecados (por Germán Zamorano)



La mente se me escapa, y no quiero correr tras ella. Mejor que sea feliz, ya que puede serlo, mientras yo me sigo consumiendo en mis miserias. Cuando se ha marchado  -la mente, digo- una parte de mí se queda aún más vacía; pero otra parte, la que ya no está conmigo, puede seguir soñando, y aunque sueñe a años luz de distancia, algo de ese calor que irradia viene a calentar mi parte más oscura. Por unos momentos, las penas se olvidan, y vuelvo a creer que todo puede ir bien, que al otro lado del cristal se extiende un amplio valle, rodeado de montañas vigorosas de cumbres escarpadas y surcado por un río de aguas cantarinas con peces plateados. Y también hay un bosque, uno de esos frondosos de hojas color verde vivo que se tornan rojas, naranjas y amarillas cuando llega el otoño. Y pájaros, pájaros de colores que pían alegres entre sus ramas y salpican en el agua cuando van a refrescarse. Es mi refugio. Tú también estás allí, en la casita de madera, al otro lado del puente, junto al río, junto al bosque, al pie de las montañas. Sin embargo, nunca he querido cruzarlo, ni llamar a la puerta; me basta con saber que estás allí, que te tengo cerca, y así puedo imaginarte leyendo junto al fuego, untando chocolate a las galletas o sentada frente al piano tocando alguna melodía con sabor a siglos pasados. Ya ves con qué poco me conformo. Pero esto no dura siempre, y la mente regresa para volver a fastidiarme, hurgando en las heridas del pasado, escarbando en los recuerdos, limpiando el óxido de viejos goznes que mantienen cerradas las puertas de tiempos mejores. Y entonces me noto muy pesado, y triste, y cansado. Y al otro lado del cristal sólo hay una densa niebla gris que engulle los edificios enmohecidos y empapa a los transeúntes que caminan encorvados envueltos en abrigos raídos. Mi dedo repasa los títulos de los libros encuadernados en cuero que cogen polvo en las estanterías, pero mis ojos no leen. Ya no encuentro placer en las palabras, ni en las bellas historias que otros han escrito. Y con paso lento camino hasta el armario, donde el amigo fiel me espera. Y el sabor amargo del whisky barato me abre las puertas de un mundo aún más oscuro y frío, un mundo en blanco y negro, sin valles, ni montañas, ni pájaros, ni río; un mundo aún más gris que los días en que habito. Pero sé que al despertar, la mente volverá a marcharse, y por unos momentos volveré a mi valle y junto a ti. Y a lo mejor, esta vez, mis pies cedan al anhelo de tenerte entre mis brazos, y se atrevan a cruzar al otro lado, y no tiemble mi mano al llamar a tu puerta, y mis ojos lean en los tuyos el perdón a mis pecados.

(c) Germán Zamorano

domingo, 28 de octubre de 2012

Maldita mujer

Maldita mujer, que amaste sin fe,
Te di a conocer mi necio querer.
Delito y traición, despecho maldito,
Tornaste en proscrito mi cándido amor.
Maldita mujer, que no me quisiste,
Mi alma vendiste y pisaste mi ser.
Me diste tu cuerpo, mas no tus esencias,
Anulan templanzas mil odios eternos.
Maldita mujer, callada te fuiste,
A todos dijiste que fue sin querer.
Y huiste en la noche, una noche sin luna,
Dejarme sin cuna es mi eterno reproche.
Maldita mujer, al diablo me diste,
Pues nunca quisiste mi amor por tu bien.
La cruel soledad me mata en silencio,
Tu ausencia y su precio me roban la paz.
Maldita mujer, que al mundo engañaste,
Mi amor lo mataste, mas no hay renacer.

(c) Irene Sanz

domingo, 21 de octubre de 2012

¿Atrapados?

Popplewell y yo no teníamos ni idea del enorme problema en el que acabábamos de meternos. Como buenos periodistas, teníamos cierta tendencia a caer en graves atolladeros de los que luego, milagrosamente, lográbamos salir. Pero en aquella ocasión era distinto. Lo menos una decena de androides de aspecto un tanto pomposo nos rodeaba en pleno Old Bond Street. A mí, particularmente, me irritaba aquel coro de voces metálicas que nos ordenaba abandonar nuestra quisquillosa manera de hacer periodismo, so pena del cierre casual de la redacción a no mucho tardar.
Y sin embargo éramos tanto buenos periodistas como aceptables pistoleros, y no dudamos ni un instante en desenfundar nuestras armas frente a aquel grupo de robots incordiantes. Mi hermosa compañera de trabajo le reventó la tapa de los sesos a dos de ellos antes siquiera de que yo me diese cuenta. El turno entonces me llegó a mí, y con mi flamante Winchester modelo Cronos-9 tiroteé salvajemente a cuatro o cinco. Varios trataron de acercarse a Popplewell para apresarla y llevarla, casi con toda seguridad, ante Luzbel Vincent Murnau, por entonces alcalde de Londres. El tipo más malvado, sin duda, que jamás tuve la oportunidad de conocer.
Pero ni aun con tres docenas de androides se podía subyugar a Tilly Popplewell, una joven que parecía estar hecha de acero batido y cemento armado. En más de una ocasión, mientras duraron nuestras relaciones de amistad y de trabajo, me puse a pensar si acaso Popplewell no sería Atila el Huno en una vida anterior.
El caso es que ningún robot pudo apresarla. No solo eso, sino que a cambio derribó, a base de tiros, a todos los que aún faltaba por abatir. 
El silencio de la calle se hizo incómodo, y a ojos de un buen número de londinenses pasmados echamos a correr hacia las oscuras entrañas de la ciudad. La redacción del diario The Winged Messenger se encontraba en pleno Cavendish Square, pero en realidad nuestro mejor centro de operaciones, aquel que usábamos los de la hermandad para trazar planes en favor del descrédito popular de Murnau, estaba en Fleet Street, concretamente en los sótanos del pub conocido como Ye Olde Cheshire Cheese. Y hacia allí íbamos, salpicados con aceite de androide y planeando ya, al menos yo, un nuevo contraataque. 

(c) Irene Sanz

domingo, 14 de octubre de 2012

Ensueño (Reverie)

Con la expresión desvaída y el cuerpo relajado, ante mí reposa Ensueño*, vestida de intenso bermellón y bañada en luz de oro. Sus ojos me miran sin mirarme; sus labios cremosos parecen sonreírme sin una sonrisa, temerosa quizá de transmitir siquiera un sentimiento. Su frialdad me quema; su pasión me congela. Sus cabellos, oscuros como azabache y espesos como una selva ignota, reposan libres sobre el terciopelo verde. Mi pincel en ocasiones tiembla, y otras se mantiene firme. Ensueño nunca tiembla, nunca habla, nunca siente, solo piensa. ¡Y cuánto daría este pobre pintor por saber qué ideas vuelan por su cabeza! Quizá ideas de libertad y fuerza, de búsqueda y aventura. Jamás ideas de muerte y desolación, de abandono o de rencor. No, eso jamás.
Mientras tanto mi mano continúa imparable, sosteniendo ante el lienzo el pincel cargado de óleo granate. Ensueño no aparta la mirada de mí, aun pareciendo hacerlo. Tampoco deja de sonreírme, aunque parezca hierática. Y entonces pienso que se trata de una hermosa esfinge, a la vez hecha de fuego y hielo, una esfinge que, solo con la mirada, me plantea un tentador enigma por descifrar.
Muy bien, me digo. Seré tu Edipo, aun a riesgo de descubrir tu secreto. Aun a riesgo de que te mates cuando lo logre.

(c) Irene Sanz

*Reverie, 1910. John William Godward

lunes, 8 de octubre de 2012

Templo de mi alma

¿Recuerdas, pequeña, aquel atardecer de noviembre, helado el cristal de los balcones, tamizada la luz que a raudales se colaba para acariciar tu piel de alabastro? ¿Recuerdas acaso, mi niña, aquella noche de otoño, erizando tu vello el frío soplo de la brisa, tocando tu cuerpo con sus dedos intangibles la energía de mis deseos? ¿Te acuerdas, mi amor, de mis pasos lentos y sutiles, con mis pies procurando no asustarte, con mis ojos deseando degustarte, con mis brazos anhelando poseerte? ¿Te acuerdas, templo de mi alma, los besos oscuros que mis manos te dieron, los susurros húmedos que mis labios te regalaron, el calor con el que mis llamas te revivieron?
Recuerdo el nácar del cristal de los balcones tatuado en tu alabastro, y también el viento nocturno robándome el regalo de estremecerte. Recuerdo la belleza de tu figura, pedernal de mis delirios, fuego mudo que mi alma calcina. Y me rindo a tus virtudes, me desarmo ante tus caprichos, me despojo de mis vicios. Porque un único vicio llevará a mi ser hasta el delicioso infierno. Tú. Siempre tú.
¿Recuerdas, mi amor, aquella tarde de noviembre, pegada tu espalda desnuda a mi cuerpo palpitante, rendidos mis labios a la miel de tu cuello, perdido mi rostro en la inmensidad oscura de tus cabellos? ¿Recuerdas acaso, mi cielo, aquella noche de otoño, cegados mis ojos al resto del mundo, feliz y extraviado entre tus piernas de azúcar? ¿Te acuerdas, pequeña mía, del fragor que en la batalla nos consumió, del placer de las carnes en una fundida, de la miel derramada, de la leche generada?
Recuerdo, templo de mi alma, el nácar del cristal de los balcones tatuado en tu alabastro. Lo recuerdo. Lo degusto. Lo deseo.

(C) Irene Sanz

domingo, 30 de septiembre de 2012

Una mañana de domingo

-12:53
Despierto con la extraña sensación de que algo ha cambiado durante la noche. Me tomo una copa de whisky, regalo de mi novia, para que se me pase. A cambio, me sumo en una cogorza monumental. 

-13:06
Salgo de casa con una chancla puesta en el pie derecho y una bota de cuero en el izquierdo. Ignoro por qué. Continúo con la molesta sensación hasta que llego a un banco del parque. Los alegres pajarillos que revolotean a mi alrededor me hacen sonreír como si fuese idiota.

-13:21
Se me pasa la cogorza de sopetón. Me entra hambre. Las palomas que se me acercan me parecen apetitosas. Empiezo a babear sin control. Compruebo entonces que mi saliva posee cierto tonillo verdoso. ¡Qué raro!

-13:30
Empiezo a mosquearme. La gente que pasa junto a mí me mira con una mezcla de miedo y repulsión. ¿Qué pasa? ¡Solamente me he comido tres palomas! Será porque escasean en Madrid.

-13:45
Mi mosqueo muta en preocupación. Seguro que algo ocurre y no me estoy dando cuenta. Observo la expresión de pánico de algunas personas. Aún me sorprendo más. Engullo entonces la última pata de paloma.

-13:58
Me levanto del banco con la idea de buscar un escaparate en el que poder echarle un vistazo a mi propio reflejo. Por si acaso. Encuentro uno apropiado.

-14:05
Me horrorizo al descubrir que llevo toda la mañana con el cráneo roto, y que por el hueco asoma un trozo de cerebro medio comido: ¡El mío!

-14:06
Por fin caigo en la cuenta: mi nueva novia se ha comido la mitad de mi cerebro. ¡Será hija de puta! ¡Cuando llegue a casa se va a enterar!

***

Aclaración: ¡Cuidado con las novias comecerebros, que luego son las palomas las que sufren!

(c) Irene Sanz

domingo, 23 de septiembre de 2012

Un viaje que comienza

La cabeza ensangrentada del orco cayó rodando calle abajo cuando la mortal hoja de la espada de Brelline cercenó de un tajo limpio su cuello. La sangre, negruzca y hedionda, perló de puntos oscuros el suelo empedrado. Las gentes del estruendoso mercado apenas prestaron atención a la cruenta escena cuando el corpachón de la criatura se desplomó con un ruido sordo. El acero de la elfa retornó a su vaina a toda velocidad, y ésta, dándole un desdeñoso puntapié al maltrecho cadáver, se dio la vuelta y reanudó la caminata hacia la cantina de Thom el Cojo, un antiguo caserón de madera, adobe y ladrillo cuyos picudos tejados de pizarra negra parecían obstinarse en rasgar el cielo emplomado. 
Brelline entró en total silencio, con los pasos ágiles y el gesto sereno. En su oscuro interior, únicamente un par de parroquianos ante la mugrienta barra y el propio cantinero daban pie a pensar que había allí algún tipo de vida. Y a juzgar por el lamentable aspecto de los dos borrachos, no podía decirse que hubiera mucha.
Thom se acercó a la elfa a paso renqueante, limpiándose las manos en su mandil.
-Buenas tardes. ¿Qué vais a tomar, hermosa dama? -preguntó, observando sin ningún pudor las largas piernas desnudas de Brelline. Ella le miró de arriba abajo como si tratase de encontrar en él, sin resultado, algún tipo de encanto.
-Una pinta de cerveza de Doonerdam y un pedazo de ese cochinillo que tenéis asándose en el horno -dijo, tomando asiento en uno de los taburetes libres, junto a la barra-. Acabo de mandar a un orco al infierno ahí, en el mercado, y francamente, estoy hambrienta.
Thom asintió en silencio y sirvió la cerveza en una gran jarra de barro cocido.
-Los orcos están volviéndose un tanto violentos de un tiempo a esta parte. Dicen que los Espectros de la Torre de Athelior han despertado del Sueño Postrero. ¿Creéis que puede ser cierto?
Antes de que Brelline pudiera contestar, una musical voz masculina se alzó desde las sombras ignotas de la taberna.
-Es cierto que han despertado, Thom. El Sínodo de los Insomnes ha sido convocado. Brelline y yo partiremos a las Tierras Arnálidas esta misma noche.
La elfa desvió la mirada hacia la oscuridad, y de ella emergió un elfo de singular belleza.
-Ya pensé que llegaríais tarde, noble Saphiron.
-Nunca llego tarde, excepto cuando lo que deseo es encolerizar a quienes me esperan -bromeó el elfo, entre risillas de malévola diversión. Brelline esbozó una sonrisa pícara antes de llevarse la jarra de nuevo a los labios. Por su parte, Thom el Cojo había empalidecido de sopetón.
-Los Espectros... Los Espectros han... -balbuceó, sin poder articular una sola palabra más.
-Sí, Thom. Han despertado, y con más fuerza que nunca.
La puerta de la cantina se abrió de golpe, y por ella entraron cuatro descomunales orcos de aspecto fiero. En sus manazas portaban garrotes y martillos, y entre gruñidos y berridos, Brelline y Saphiron entendieron algunas toscas amenazas. Brelline desenvainó a Darmos con la soltura de una danzarina, mientras que las dos dagas curvas de Saphiron, Pensamiento y Memoria, comenzaron a revolotear a su alrededor como mortales pájaros de acero. La elfa frenó dos fuertes mandobles de uno de los orcos, y poco después su espada se hundió en sus vísceras. Saphiron le cortó la garganta a otro, y éste, exhalando gorjeos agónicos, cayó al suelo junto al otro cadáver. El tercer orco logró golpear en el hombro a Saphiron, pero a cambio éste le rajó el abultado vientre desde el esternón hasta la entrepierna, desparramando sus entrañas por el suelo de la cantina simulando un apestoso torrente de putrefacción. El último de los orcos con vida, presa del pánico, soltó su maza y abandonó la cantina a todo correr. Todo volvió a quedar súbitamente en calma.
-Si hay algo que de verdad odio es tener que admitir que cada vez tardo más en aniquilar orcos -se burló Saphiron, guardando las dagas en sus fundas.
-Deberíamos irnos ya.- Brelline acabó de dos tragos su cerveza y, después de pagar a un horrorizado Thom, abandonó la taberna seguida por Saphiron. El dragón les esperaba a las afueras de la aldea de Lendrain. El viaje hacia las Tierras Arnálidas debía comenzar cuanto antes. 

(c) Irene Sanz

domingo, 16 de septiembre de 2012

Canción de Étain

Conozco el aroma de las violetas floridas,
El dulzor de las moras en verano,
La belleza del halcón, que con alas extendidas
Surca el cielo silente, como un susurro temprano.

Conozco el deleite de los primeros amores,
La tortura de la razón imponiéndose a mi alma,
El fuego del cuerpo, el paraíso de los ardores,
La conjura de los elementos ocultándome el alba.

Gran Eochaid, guerrero de tierras hermosas,
Luz del sol entre nubes de tormenta,
Rey mío, amante mío, te canta tu esposa,
Nueve años por Midhir continuará la dura afrenta.

Y mis ojos lloran por no estar a tu lado,
Roto mi ser en cincuenta fragmentos.
Por no tenerte de amor engalanado
Sufro tortura, rencores y crueles tormentos.

Desde las profundidades de la tierra,
Donde Midhir tiene su hogar de maldad,
Entono mi canción, de tristeza sincera,
Al amor dedicada, virtud de eternidad.

Conozco el aroma del jazmín y el azahar,
La miel del amor tintando mis labios,
La belleza del gorrión, que humilde permite soñar
Con tu cuerpo, tus caricias, el fulgor de tus abrazos. 

Conozco el placer de un lecho en compañía,
La tortura de la soledad condenando mi pasión,
El fuego del sexo quemando el alma mía,
La conjura de la oscuridad matando mi corazón.

(c) Irene Sanz

sábado, 8 de septiembre de 2012

Un lugar maldito (por Germán Zamorano)

Hospital de Wakefield, Massachusetts, marzo de 1919

Creo que llevas demasiado tiempo preocupado por mí. Lo sé por ese montón de cartas que se han acumulado en el recibidor de la casa. Acabo de leerlas, el enfermero me las trajo esta mañana.

Cuando en nuestro último encuentro me relataste esa increíble historia del viejo asesino, no pude resistir la tentación de ir a la escena y contemplar por mí mismo el lugar de los hechos. Estuve en la gasolinera donde esa carretera, castigada por el tiempo, se divide en dos, y el empleado me aconsejó que no tomase la dirección que un mes antes tú habías escogido. La leyenda está muy presente en la comarca, y los vecinos apenas se atreven a acercase a las inmediaciones de las ruinas o a adentrarse en los bosques cuando el sol se pone. No te imaginas lo impresionante del paisaje a la luz de la luna. Las sombras de los árboles cenicientos que crecen tras cruzar el túnel se vuelven sobrecogedoras...

La noche era fresca, y Orión se dibujaba desafiante en un cielo cuajado de estrellas. Entonces, se levantó un aire espantoso y la oscuridad cayó sobre los bosques como una bocanada surgida de las entrañas de la tierra. Aparecieron delgadas nubes, que parecían jirones de algodón empapados de agua, que ocultaron la luna tras su denso cortinaje, y una niebla espesa ocultó las formas haciendo que todo quedase convertido en un inmenso lienzo gris. Los faros del coche apenas iluminaban la carretera. Pensé que lo mejor sería parar y dormir hasta la mañana. Desperté sobresaltado cuando escuché el ruido del motor. Un coche se aproximaba. Toqué el claxon para llamar su atención. La niebla se había vuelto menos densa, y a lo lejos vi los faros que se aproximaban.  Salí a parar al conductor, sin embargo temblé hasta caerme de rodillas cuando al pasar junto a mí vi que eras tú quien conducías… ni siquiera recaíste en mi presencia.

Subí al coche, arranqué y pisé el acelerador a fondo, jugándome la vida en cada curva. Mi velocidad era muy superior a la tuya, y sin embargo no logré alcanzarte. La carretera terminó. No había rastro de ti ni de tu coche. Comencé a buscarte, llamándote a gritos y deambulando sin rumbo entre los árboles. Entonces lo vi: un montón de escombros en medio de un claro. Algunos muros aún se mantenían en pie, aunque la mayor parte de la casa se había derrumbado. Estaba allí, en el mismo lugar en el que tú habías estado un mes antes… ese lugar… ¡ese lugar está maldito! Todo se oscureció de repente. Una ligera brisa cargada de una fuerte pestilencia a podredumbre infestó el bosque. Todo enmudeció, y hasta las escasas florecillas violetas parecieron marchitarse. Y entonces el humo… de entre los escombros comenzó a surgir una columna de humo, y de entre el humo surgió su figura. Llevaba un mandil salpicado de sangre seca, y sus manos estaban manchadas de sangre y la sangre salpicaba su cara. Flotaba, flotaba a medio metro del suelo, entre el humo, ensangrentado, mirándome. ¡Todo era tan real! Salí corriendo. Tropecé. Caí. Subí al coche y aceleré. Pasé junto a un árbol cuyas retorcidas formas me sobrecogieron, y al rato volví a pasar junto a otro de similares características. El paisaje parecía no cambiar. Los árboles tomaban formas grotescas. Sus ramas se retorcían como si sufrieran de un horror insoportable. Estaba asustado. Aún siento escalofríos al recordarlo. No conseguía salir de allí, me movía en círculos. Paré el motor, reflexioné unos segundos y tomé otra dirección. Pensé que lo mejor sería conducir en línea recta, pero unos metros después volví a pasar junto al mismo árbol. Las huellas de los neumáticos se entrecruzaban una y mil veces. Paré de nuevo, traté de pensar… entonces escuché el claxon. Había otro coche, creí que eras tú, pero al acercarse no pude creer lo que veía: yo mismo conducía aquel coche que me iba a embestir, podía verme, en mi cara se dibujaba la locura, un horror más allá de lo indescriptible. Pasado y presente se fundían en el mismo instante… Después, la colisión. Y todo se volvió negro.

Desperté en esta cama, en el hospital de Wakefield. Tenía las manos y la cara vendadas. Me dijeron que había sufrido un accidente con el coche, que había caído por un barranco tras cruzar un túnel y que no se sabe qué milagro hizo que lograra apartarme a tiempo cuando el coche estalló en llamas.

(c) Germán Zamorano

domingo, 2 de septiembre de 2012

El jardín

Entre pensamientos y petunias
alcanzo el edén en silencio,
y bajo las ramas de los serbales,
entre floridos y antiguos matorrales,
evito el hastío y el cansancio,
los rencores, los odios y las penurias.

Como calas, jazmines y lirios,
florezco cada hermosa primavera,
desando lo andado por flores coronada,
recibo la lluvia con sonrisa afortunada,
y como encarnada rosa altanera,
rechazo las penas y los martirios.

Entre aliagas, laureles y celindas
encuentro la paz que mi alma ansía,
y bajo las hojas del fresno querido
escribo estos versos de don consabido,
mientras el mirlo, de voz bravía,
entona su canto de amor a la vida.

(c) Irene Sanz

domingo, 26 de agosto de 2012

Recordad

Recordad todo lo que un día fui,
Una vida de cuerpo ardiente,
Una lluvia de bien impenitente,
Un escudo frente al mal baladí.

Recordad lo que me permití soñar,
Un mundo de luz sin temores,
Un cosmos de bien sin rencores,
El hombre que sin trabas se deja amar.

Recordad lo que un día quise ver,
El alma erigida en un trono de soles,
De fe y de bondad, de puros amores,
De obras y anhelos, del bello querer.

(c) Irene Sanz

domingo, 19 de agosto de 2012

Un sueño

Una tibia mañana de principios de junio desperté con la curiosa sensación de haber hecho un viaje largo en mitad de la inconsciencia. Y no me equivocaba, puesto que, al abrir los párpados y mirar a mi alrededor, una legión de hayas cobrizas parecía querer engullirme. Sus altas ramas se inclinaban sobre mí formando una bonita pero inquietante bóveda de crucería. 
Poco me hubiera sorprendido aquel lugar de no haber sido por los grandes ojos glaucos que me observaban desde los rugosos troncos de los árboles. Unos me miraban intrigados, y otros con desconfianza. Como siempre he sido una persona muy educada me faltó tiempo para ponerme en pie a toda prisa, hacer una especie de reverencia ante el haya más cercana, y saludar con voz temblorosa, ignorando si tendría una contestación evidente.
-Buenos días.
Tal y como sospechaba, nadie me respondió, y eso llegó a inquietarme sobremanera. El silencio de aquel bosque inmerso en la niebla era abrumador. 
De pronto, viniendo de todas partes y de ninguna a la vez, comencé a escuchar un cántico. Varias voces a coro, etéreas e irreales, cantaban una especie de nana, de la que solamente pude oír una parte:

¡Oh, Luna, que en las noches de primavera
haces de guía, constante y certera, 
que sumerges las mentes en fantasías,
y haces de las sombras mediodías!

Al mirar a mi derecha y encontrar un arroyo flanqueado por altos cañaverales vi al otro lado una fantasmal comitiva de damas blancas. Algunas sostenían laúdes y otras tocaban flautas. Muchas de ellas simplemente cantaban. Sus livianos vestidos blancos y azules flotaban en el aire como si estuvieran inmersos en agua, y una luz pálida, como de nácar, les inundaba.
Una de aquellas damas, de largos cabellos marfileños y mirada clara, me encontró, sonrió y dijo, con una voz parecida a la de la brisa entre los pinos:
-¡Amigas! Una Hija del Sol pasea esta noche al amparo de la Luna. ¡Ha cruzado las Puertas de la Fantasía!
Cuando me cogió de la mano sentí una especie de descarga eléctrica por todo el cuerpo. La etérea comitiva me rodeó y comenzó a cantar. Yo disfruté como nunca. Y canté y bailé con ellas, como una más.
Por la mañana, al despertar de nuevo en mi cama, me di cuenta de que los sueños, por efímeros que sean, iluminan la vida y alegran el corazón con dulces melodías.

(c) Irene Sanz