Una tibia mañana de principios de junio desperté con la curiosa sensación de haber hecho un viaje largo en mitad de la inconsciencia. Y no me equivocaba, puesto que, al abrir los párpados y mirar a mi alrededor, una legión de hayas cobrizas parecía querer engullirme. Sus altas ramas se inclinaban sobre mí formando una bonita pero inquietante bóveda de crucería.
Poco me hubiera sorprendido aquel lugar de no haber sido por los grandes ojos glaucos que me observaban desde los rugosos troncos de los árboles. Unos me miraban intrigados, y otros con desconfianza. Como siempre he sido una persona muy educada me faltó tiempo para ponerme en pie a toda prisa, hacer una especie de reverencia ante el haya más cercana, y saludar con voz temblorosa, ignorando si tendría una contestación evidente.
-Buenos días.
Tal y como sospechaba, nadie me respondió, y eso llegó a inquietarme sobremanera. El silencio de aquel bosque inmerso en la niebla era abrumador.
De pronto, viniendo de todas partes y de ninguna a la vez, comencé a escuchar un cántico. Varias voces a coro, etéreas e irreales, cantaban una especie de nana, de la que solamente pude oír una parte:
¡Oh, Luna, que en las noches de primavera
haces de guía, constante y certera,
que sumerges las mentes en fantasías,
y haces de las sombras mediodías!
Al mirar a mi derecha y encontrar un arroyo flanqueado por altos cañaverales vi al otro lado una fantasmal comitiva de damas blancas. Algunas sostenían laúdes y otras tocaban flautas. Muchas de ellas simplemente cantaban. Sus livianos vestidos blancos y azules flotaban en el aire como si estuvieran inmersos en agua, y una luz pálida, como de nácar, les inundaba.
Una de aquellas damas, de largos cabellos marfileños y mirada clara, me encontró, sonrió y dijo, con una voz parecida a la de la brisa entre los pinos:
-¡Amigas! Una Hija del Sol pasea esta noche al amparo de la Luna. ¡Ha cruzado las Puertas de la Fantasía!
Cuando me cogió de la mano sentí una especie de descarga eléctrica por todo el cuerpo. La etérea comitiva me rodeó y comenzó a cantar. Yo disfruté como nunca. Y canté y bailé con ellas, como una más.
Por la mañana, al despertar de nuevo en mi cama, me di cuenta de que los sueños, por efímeros que sean, iluminan la vida y alegran el corazón con dulces melodías.
(c) Irene Sanz