sábado, 29 de diciembre de 2012

Olivia Dunsterville (4)

Acuarela nº 4: La música que hacen ciertas cosas

Olivia y Viktor se quedaron el uno ante el otro, inmersos en las densas nieblas de la mañana y preguntándose con la mirada demasiadas cosas como para contarlas.
-¿Tú sabes contar mariposas sin verlas?
-Sí, ¿y tú sabrías hacerme escuchar la música que me rodea?
-No lo sé -negó Olivia, dudando de sus propias palabras. Kornbock dejó escapar un torrente de chillidos eufóricos antes de dignarse a hablar desde las desnudas ramas de un castaño de Indias que, inclinado sobre las aguas del pantano, observaba con curiosidad tan extraña escena.
-Debéis ir al castillo de Dunsterville -dijo el martín pescador.
-Las mariposas os esperan -añadió Telfusa, entre risillas agudas que cercenaban el silencio del lugar.
-¿Allí escucharé la música? -preguntó Viktor, retorciéndose las manos, el gesto nervioso y la garganta constreñida.
-Allí tus oídos encontrarán las verdades que tus ojos crean mentiras -aseguró Kornbock, extendiendo después las alas y echando a volar entre las nieblas. La hiena volvió a carcajearse y comenzó a seguir el rastro del pajarillo.
*
El nervioso aleteo de aquel torrente de mariposas continuaba hendiendo el aire del desván y provocando un curioso estruendo por los rincones del castillo. Olivia penetró más en la estancia, seguida por Viktor. Fossengrim seguía medio adormilada sobre una viga del techo, con el pedazo de labio de Olivia entre las manitas y su larga cola gris moviéndose de un lado para otro. Y sin embargo no estaba sola. Con ella se encontraba Ellyllon, portando en su diminuta boca el lóbulo de la oreja de Viktor. El muchacho perdió la extasiada mirada en la inmensidad de la nube de mariposas negras, y al instante una sonrisa maravillada afloró en sus labios.
-¿Tú sabrías decirme cuántas mariposas hay aquí? -preguntó Olivia, mirando con aprensión al chico.
-¡Concéntrate, Viktor! -chilló Ellyllon desde las alturas-. ¡Esa es la música que te rodea! ¡Escúchala!
Viktor parpadeó varias veces, esforzándose por entender, y de pronto una voluntad que no parecía suya le obligó a cerrar los ojos. Concéntrate, pensó. Concéntrate.
Escuchó el maremagno de aleteos, y solo escuchó ruido. Pero entonces cada aleteo le pareció una nota, y cada grupo de aleteos un acorde. Después, todos los acordes formaron en sus oídos una melodía. ¡Era música!

(c) Irene Sanz

lunes, 17 de diciembre de 2012

Olivia Dunsterville (3)

Acuarela nº 3: Caminando en la gélida penumbra

-¿Quién sería capaz de contar tantas mariposas? ¡Fossengrim está mal de la cabeza! -rezongaba Olivia mientras avanzaba desvaídamente a lomos de su mastodóntico opilión de lomo nacarado. La bestia puso cara de total indiferencia. Tan solo debía ocuparse de no meter cualquiera de sus ocho patas en el lodazal del brumoso pantano. Complicada tarea.
La fresca brisa de la mañana mecía sus largos cabellos negros y de vez en cuando se obstinaba en repetir a su oído algún que otro chismorreo que pronto desaparecía en el silencio matutino.
-En ocasiones los oídos cuentan verdades que los ojos interpretan como mentiras -expuso de improviso una graciosa vocecilla desde las alturas de un serbal perlado de frutos carmesíes. Olivia levantó la mirada y encontró a un pequeño martín pescador posado sobre una rama del árbol.
-¡Oh, Kornbock! -exclamó Olivia, perfilando la más dulce de las sonrisas.
-Fossengrim y sus pruebas, ¿verdad?
-Así es. ¡Mira lo que me ha hecho! -Se señaló el labio mutilado y dejó escapar un quejido quedo.
-Sé de una persona que logra contar mariposas sin verlas -anunció Kornbock-. ¿La quieres conocer?
-¡Pues claro!
-Entonces sígueme.
*
-¿Tú sabes qué tienen en común la chistera de Neptuno y un barbo? -preguntó Telfusa.
-Ni idea. ¿El qué? -quiso saber Viktor, pensando que quizá la parlanchina hiena podría ahorrarse tan frívola comparación.
-La humedad, que es precisamente lo que me está matando. -Llevó sus ojos ambarinos al fangoso suelo del pantano-. Yo soy un animal de sabana, no de humedales.
Poco a poco la densa nubosidad del cielo se fue volviendo más y más impenetrable, como si una voluntad superior a toda naturaleza hubiera decidido extender un velo de negrura sobre la faz del mundo.
-Haberte quedado en casa.
Telfusa dejó salir en aluvión una risa inquietante que llegó a espantar a una nutrida bandada de murciélagos.
-¿Y perderme a esa persona que te puede hacer escuchar la música que hay a tu alrededor? ¡Antes soy capaz de comerme un maldito ñu sin una pizca de salsa picante!
Viktor se carcajeó con ganas. Por muy agotadora que fuese, debía reconocer que la hiena era una compañera de viaje excelente. Pero entonces, mirando a lo lejos, medio engullida por la fuerte niebla que en algarazos pululaba sobre el pantanal, el muchacho alcanzó a distinguir a una chica, alta y oscura como una noche sin luna. Y sobre su cabeza revoloteaba un bonito martín pescador. 

(c) Irene Sanz

martes, 11 de diciembre de 2012

Olivia Dunsterville (2)

Acuarela nº 2: El chico que salió del interior de un caracol

Al despertar aquel plomizo día Viktor notó cómo sus ojos parecían haber estado girando durante horas y horas dentro de las cuencas. Los sentía cansados y heridos; cuando abandonó la plácida calidez de las mantas aún descubrió algo más. Al momento un bramido de mal genio salió a borbotones de su garganta.
-¡¡Ellyllon!!
El fornido Ulises de uno de los bajorrelieves que adornaban las paredes de su habitación dio un respingo para, poco después, chistarle, con el gesto malhumorado.
-¡A callar, señorito Wernicke! -pidió el pétreo héroe. Viktor refunfuñó una queja incognoscible, se miró en un espejo de los cuatro que cubrían el suelo y vio que, tal y como había supuesto, le faltaba un pedacito de oreja. La derecha. Su pobre oreja derecha.
-Estúpida salamandra descerebrada... -masculló, frunciendo el ceño y retorciéndose nerviosamente las manos. Alzó la mirada y salió del cuarto entre quejidos roncos. Las risas estruendosas de la salamandra resonaban de forma torturante por todos los rincones de la tortuosa mansión de Wernicke Haus, un gigantesco caracol de varios pisos de altura, desde el mismo amanecer.
-¡¡Ellyllon!! ¿Por qué me has robado el lóbulo de la oreja?! -voceó Viktor, escudriñando el suelo a sus pies en busca de la diminuta salamandra. Un pequeño escuadrón de cangrejos fantasma le miró desde el suelo cuando Viktor pasó junto a ellos.
-Ho-ho-ho-la-la Vik-ik-ik-to-to-or -dijeron todos aquellos cangrejos casi acompasadamente. 
-Descansen, muchachos -les ordenó el chico, haciendo un gesto formal y dejándoles atrás. Salió del caserón con los pies descalzos y la mirada enloquecida. Al momento la fuerte humedad de la mañana hizo que un escalofrío corretease por su espalda de arriba abajo. Los lánguidos sauces del jardín le rodearon, arropándole con sus ramas y llevándole hasta la orilla neblinosa del lago. Y allí, subida a un retorcido tronco medio sumergido en las aguas, la salamandra Ellyllon dejaba escapar sus últimas risillas burlonas mientras en una de sus pegajosas manitas sostenía el blando lóbulo de la oreja.
-¡Dame mi lóbulo! -gritó Viktor, extendiendo una mano exigente sobre el agua.
-¡No sabes escuchar, Viktor! -chilló el animal-. ¡Tienes que aprender a hacerlo!
-¿Y cómo puedo hacer eso?
-Tienes que encontrar a alguien que te haga oír la música que te rodea.
Y Viktor rezongó un improperio. ¿Dónde podría encontrar a una persona así?

(c) Irene Sanz

lunes, 3 de diciembre de 2012

Olivia Dunsterville

Acuarela nº 1: La chica que no podía contar mariposas

Una fría mañana de otoño el sol, exangüe en el triste cielo plomizo, parecía no querer abandonar la algodonosa protección de los nubarrones que anunciaban tormenta. Olivia había despertado entre las mantas de su cama con la boca arenosa y una incordiante sensación de carencia constriñendo su estómago. Se puso en pie y zamarreó la cabeza con la intención, tal vez infausta, de sacarse del cerebro aquella molestia sin origen definido.
-Buenos días, Olivia -saludó con voz estridente una peluda tarántula a sus pies, mirándola desde el chirriante suelo entarimado con sus diminutos ojillos de color carmesí.
-Buenos días, Astaroth.- Se llevó las manos a los revueltos cabellos y, al mirarse en el espejo, descubrió con horror que le faltaba un pedazo considerable del labio inferior-. ¡Oh, Fossengrim! ¡Maldita rata ladrona!
La gran araña Astaroth se extravió bajo la cama a toda velocidad, como temiendo una tempestad de improperios. Olivia abrió la puerta de su cuarto de un violento tirón, atravesó a paso raudo el tortuoso pasillo que llevaba al zaguán del castillo, y poco después echó a correr escaleras arriba. El tétrico retrato de una dama de rostro rubicundo la miró desde el apulgarado lienzo de la pared, interrogándola con los ojos.
-¡Odio que esa rata me robe trozos del cuerpo mientras duermo! ¿Es que no se da cuenta de que ya no soy una niña? ¡Esos juegos ya no hacen ninguna gracia!
Ascendió escalón por escalón hasta llegar a un polvoriento desván con un fuerte olor a rancio, donde un auténtico batallón de antiguos juguetes parecía aún esperar la llegada de unos niños que jugaran con ellos.
-¡Fossengrim! ¡Devuélveme mi pedazo de labio ahora mismo! -gritó Olivia, de muy mal humor. Un gastado caballito de madera que había junto a ella tembló de miedo al escuchar su tremendo alarido. La rata blanca, subida a una de las vigas del techo, mostró el trozo de labio de Olivia entre sus amarillentos dientecitos y dejó escapar una risa maquiavélica.
-¡Tienes que contar las mariposas! -indicó con su vocecilla impertinente desde las alturas. A los pies de Olivia se abrió, de improviso, un alargado arcón de marquetería oscura, y de sus entrañas salió una densa nube de mariposas inquietas y asustadizas, más negras que la propia noche, sumiendo el desván en unas curiosas tinieblas.
-¡Son demasiadas! ¡No puedo contar todas! -se quejó Olivia. Fossengrim se carcajeó de nuevo, aquella vez con más sorna y menos vergüenza.
-Entonces tendrás que buscar a quien pueda hacerlo -dijo, guiñando un ojo y desapareciendo poco después entre las sombras del laberíntico techo. Y Olivia dejó escapar un fuerte resoplido de indignación.

(c) Irene Sanz