domingo, 28 de octubre de 2012

Maldita mujer

Maldita mujer, que amaste sin fe,
Te di a conocer mi necio querer.
Delito y traición, despecho maldito,
Tornaste en proscrito mi cándido amor.
Maldita mujer, que no me quisiste,
Mi alma vendiste y pisaste mi ser.
Me diste tu cuerpo, mas no tus esencias,
Anulan templanzas mil odios eternos.
Maldita mujer, callada te fuiste,
A todos dijiste que fue sin querer.
Y huiste en la noche, una noche sin luna,
Dejarme sin cuna es mi eterno reproche.
Maldita mujer, al diablo me diste,
Pues nunca quisiste mi amor por tu bien.
La cruel soledad me mata en silencio,
Tu ausencia y su precio me roban la paz.
Maldita mujer, que al mundo engañaste,
Mi amor lo mataste, mas no hay renacer.

(c) Irene Sanz

domingo, 21 de octubre de 2012

¿Atrapados?

Popplewell y yo no teníamos ni idea del enorme problema en el que acabábamos de meternos. Como buenos periodistas, teníamos cierta tendencia a caer en graves atolladeros de los que luego, milagrosamente, lográbamos salir. Pero en aquella ocasión era distinto. Lo menos una decena de androides de aspecto un tanto pomposo nos rodeaba en pleno Old Bond Street. A mí, particularmente, me irritaba aquel coro de voces metálicas que nos ordenaba abandonar nuestra quisquillosa manera de hacer periodismo, so pena del cierre casual de la redacción a no mucho tardar.
Y sin embargo éramos tanto buenos periodistas como aceptables pistoleros, y no dudamos ni un instante en desenfundar nuestras armas frente a aquel grupo de robots incordiantes. Mi hermosa compañera de trabajo le reventó la tapa de los sesos a dos de ellos antes siquiera de que yo me diese cuenta. El turno entonces me llegó a mí, y con mi flamante Winchester modelo Cronos-9 tiroteé salvajemente a cuatro o cinco. Varios trataron de acercarse a Popplewell para apresarla y llevarla, casi con toda seguridad, ante Luzbel Vincent Murnau, por entonces alcalde de Londres. El tipo más malvado, sin duda, que jamás tuve la oportunidad de conocer.
Pero ni aun con tres docenas de androides se podía subyugar a Tilly Popplewell, una joven que parecía estar hecha de acero batido y cemento armado. En más de una ocasión, mientras duraron nuestras relaciones de amistad y de trabajo, me puse a pensar si acaso Popplewell no sería Atila el Huno en una vida anterior.
El caso es que ningún robot pudo apresarla. No solo eso, sino que a cambio derribó, a base de tiros, a todos los que aún faltaba por abatir. 
El silencio de la calle se hizo incómodo, y a ojos de un buen número de londinenses pasmados echamos a correr hacia las oscuras entrañas de la ciudad. La redacción del diario The Winged Messenger se encontraba en pleno Cavendish Square, pero en realidad nuestro mejor centro de operaciones, aquel que usábamos los de la hermandad para trazar planes en favor del descrédito popular de Murnau, estaba en Fleet Street, concretamente en los sótanos del pub conocido como Ye Olde Cheshire Cheese. Y hacia allí íbamos, salpicados con aceite de androide y planeando ya, al menos yo, un nuevo contraataque. 

(c) Irene Sanz

domingo, 14 de octubre de 2012

Ensueño (Reverie)

Con la expresión desvaída y el cuerpo relajado, ante mí reposa Ensueño*, vestida de intenso bermellón y bañada en luz de oro. Sus ojos me miran sin mirarme; sus labios cremosos parecen sonreírme sin una sonrisa, temerosa quizá de transmitir siquiera un sentimiento. Su frialdad me quema; su pasión me congela. Sus cabellos, oscuros como azabache y espesos como una selva ignota, reposan libres sobre el terciopelo verde. Mi pincel en ocasiones tiembla, y otras se mantiene firme. Ensueño nunca tiembla, nunca habla, nunca siente, solo piensa. ¡Y cuánto daría este pobre pintor por saber qué ideas vuelan por su cabeza! Quizá ideas de libertad y fuerza, de búsqueda y aventura. Jamás ideas de muerte y desolación, de abandono o de rencor. No, eso jamás.
Mientras tanto mi mano continúa imparable, sosteniendo ante el lienzo el pincel cargado de óleo granate. Ensueño no aparta la mirada de mí, aun pareciendo hacerlo. Tampoco deja de sonreírme, aunque parezca hierática. Y entonces pienso que se trata de una hermosa esfinge, a la vez hecha de fuego y hielo, una esfinge que, solo con la mirada, me plantea un tentador enigma por descifrar.
Muy bien, me digo. Seré tu Edipo, aun a riesgo de descubrir tu secreto. Aun a riesgo de que te mates cuando lo logre.

(c) Irene Sanz

*Reverie, 1910. John William Godward

lunes, 8 de octubre de 2012

Templo de mi alma

¿Recuerdas, pequeña, aquel atardecer de noviembre, helado el cristal de los balcones, tamizada la luz que a raudales se colaba para acariciar tu piel de alabastro? ¿Recuerdas acaso, mi niña, aquella noche de otoño, erizando tu vello el frío soplo de la brisa, tocando tu cuerpo con sus dedos intangibles la energía de mis deseos? ¿Te acuerdas, mi amor, de mis pasos lentos y sutiles, con mis pies procurando no asustarte, con mis ojos deseando degustarte, con mis brazos anhelando poseerte? ¿Te acuerdas, templo de mi alma, los besos oscuros que mis manos te dieron, los susurros húmedos que mis labios te regalaron, el calor con el que mis llamas te revivieron?
Recuerdo el nácar del cristal de los balcones tatuado en tu alabastro, y también el viento nocturno robándome el regalo de estremecerte. Recuerdo la belleza de tu figura, pedernal de mis delirios, fuego mudo que mi alma calcina. Y me rindo a tus virtudes, me desarmo ante tus caprichos, me despojo de mis vicios. Porque un único vicio llevará a mi ser hasta el delicioso infierno. Tú. Siempre tú.
¿Recuerdas, mi amor, aquella tarde de noviembre, pegada tu espalda desnuda a mi cuerpo palpitante, rendidos mis labios a la miel de tu cuello, perdido mi rostro en la inmensidad oscura de tus cabellos? ¿Recuerdas acaso, mi cielo, aquella noche de otoño, cegados mis ojos al resto del mundo, feliz y extraviado entre tus piernas de azúcar? ¿Te acuerdas, pequeña mía, del fragor que en la batalla nos consumió, del placer de las carnes en una fundida, de la miel derramada, de la leche generada?
Recuerdo, templo de mi alma, el nácar del cristal de los balcones tatuado en tu alabastro. Lo recuerdo. Lo degusto. Lo deseo.

(C) Irene Sanz