domingo, 25 de noviembre de 2012

El nombre que pocos saben



Dicen que la muerte es lo único que no tiene remedio. No es verdad. Se puede escapar de la muerte, y no me refiero a evitarla en ese último instante en el que todo parece perdido, en ese último instante en el que tu vida pasa en un segundo ante tus ojos, me refiero a volver de la muerte, a engañarla en su propia mesa, con sus propias cartas, con sus propias reglas. No me creen, ¿verdad? Y hacen bien en mantener sus reservas respecto a la veracidad de mis palabras, en mantener la guardia alta frente a mi lengua viperina. Pero díganme, ¿qué edad aparento? Quizá unos veinticinco, en cualquier caso, no más de treinta. No siempre ha sido así. He visto la vida con los ojos cenicientos de aquellos cuyos días agonizan, y he descubierto la luz con el primer llanto al nacer. He sentido el último aliento de hombres inmensamente ricos, pero también he aspirado la última bocanada de aire de aquellos cuyos días han llegado a su ocaso en la más mísera de las situaciones. Llevo vagando desde los albores del tiempo, poco después de que la tierra se enfriase y los primeros hombres fueran capaces de levantar ciudades. No importan los motivos que me ataron a destino tan atroz, ya ni siquiera los recuerdo, ni me interesa recordar. A lo largo del tiempo he tenido muchos nombres, pero solo uno es el verdadero, uno que muy pocos conocen.

(c) Germán Zamorano

domingo, 18 de noviembre de 2012

Si fueras mío

Si en este mundo o en el otro fueras mío,
Mi pecado, mis virtudes, mi bondad y mi albedrío,
No habría espada ni batalla que mi mundo anocheciera.
Así pues, quiera Dios o no lo quiera,
Mi armadura y mis defensas rendiría a tus pies,
Mi cabeza, mi alimento, toda el alma con su fe.

Si en este mundo o en el otro fueras mío,
Mi luz bella, mi fiel cuna, mi dulzura y mi sentido,
No habría fuerzas que acabasen con la estrella que me guía,
No habría sombras que ocultasen mi contento y mi alegría.
Mi entereza y mis deseos rendiría a tus pies,
Mi universo, mi tesoro y todo aquello que un día amé.

Si en este mundo o en el otro fueras mío,
Mi caída, mi sustento, mi esperanza y todo brío,
No habría males ni pesares que a mi ser le destemplaran,
No habría miedos ni infortunios que me ataran.
Mi coraje y mi constancia rendiría a tus pies,
Como pájaro y cordero, en ti pondría mi fe.

(c) Irene Sanz  

 

   

domingo, 11 de noviembre de 2012

El Espíritu de Whingett

-¡Parsimonia! ¡Deprisa, perezosa descerebrada!-se regañó a sí misma la rubia muchacha mientras corría y jadeaba entre retorcidos matorrales y manzanos centenarios hacia el desangelado molino de Romulus Clatterbuck, el inventor loco de Whingett Bluffles. Una comarca como aquella, con gentes tan buenas y honradas, podía sentirse más que orgullosa de tener entre sus habitantes a un hombre como lord Clatterbuck. Bien era cierto que de vez en cuando la torcida chimenea del molino explotaba, que al menos una vez por semana las aguas del arroyo se teñían de vistosos colores tornasolados por efecto de algún tipo de experimento químico, y que el aire por aquella zona solía apestar a azufre y a pelo quemado con demasiada cotidianidad. Pero nada de eso importaba. Parsimonia iba a ver su último invento. ¿Qué más daba todo lo demás?
De un rápido salto evitó la valla de madera marfileña y continuó la carrera, imparable. Ante sí, las tétricas aspas del molino se movían lentamente al compás de un vientecillo apenas perceptible, y la chimenea, serpenteante y hecha de irregulares pedazos de metal, despedía un denso humo anaranjado de olor dulzón. Desde las enigmáticas entrañas del edificio salía la embotellada melodía de una gramola. Llegó hasta la tosca puerta de entrada, tomó aliento, trató de calmarse y miró el picaporte en forma de cabeza de cuervo.
Nadie en todo Whingett Bluffles, excepto ella, conocía las maravillas que el molino de lord Clatterbuck atesoraba en su interior.
-¡Pequeña! -canturreó alguien desde el otro lado de la puerta-. ¿Dónde están las diez galaxias de los seres humanos?
Parsimonia esbozó una sonrisilla de inocente picardía.
-¡En las yemas de sus dedos, lord Clatterbuck!
-¡Muy bien! ¡Puedes pasar!
La cabeza de bronce que era el picaporte se giró sola, y la puerta, con un quejido ronco, cedió hacia adentro. El interior del molino estaba inmerso en leves tinieblas, entre las que se adivinaban increíbles ingenios mecánicos y estrambóticos cachivaches más allá de lo imaginable. Un simpático perrito robot con ocho patas y dos antenas salió a su encuentro y la saludó con efusividad.
-Hola, Tuercas -dijo Parsimonia, acariciándole su fría cabeza de zinc. Una mano enguantada la cogió entonces de la muñeca y tiró de ella hacia la penumbra.
-¡Parsimonia, mi querida mocosa! ¡Se acabaron las tediosas carreras para ir de un lado a otro! -estalló el inventor, enroscándose en la cabeza la alta chistera carmesí y poco después ajustándose la pajarita al cuello. Su rostro estaba sucio de tizne y grasa negruzca, al igual que su mandil, su blanca camisa de castigada seda y sus pantalones.
-¿Qué se le ha ocurrido esta vez?
Lord Clatterbuck contuvo la respiración durante unos instantes, agitó las manos como si con ello se librase de la presión de los nervios y soltó una risa.
-¡Un autogiro propulsado por excrementos de ánade real!
Parsimonia parpadeó varias veces, incrédula. 
-¿Excrementos?
-¡Sí! Ven, ¡acompáñame!
Tironeó de ella hacia las entrañas del molino y, sorteando montañas de libros, inventos y artilugios, llegaron hasta una puerta trasera de vetusto cristal emplomado. Lord Clatterbuck la abrió y ambos salieron al campo, despejado y límpido tras una noche de refrescantes chubascos. Allí, entre montones de heno y floridos árboles frutales, se encontraba el autogiro de metal y madera, brillante al sol mañanero y mudo como si esperase un dulce despertar.
-¡Es precioso! -exclamó la niña, con los ojos como platos. El inventor la miró emocionado.
-Se llama Espíritu de Whingett.

(c) Irene Sanz

sábado, 3 de noviembre de 2012

El perdón a mis pecados (por Germán Zamorano)



La mente se me escapa, y no quiero correr tras ella. Mejor que sea feliz, ya que puede serlo, mientras yo me sigo consumiendo en mis miserias. Cuando se ha marchado  -la mente, digo- una parte de mí se queda aún más vacía; pero otra parte, la que ya no está conmigo, puede seguir soñando, y aunque sueñe a años luz de distancia, algo de ese calor que irradia viene a calentar mi parte más oscura. Por unos momentos, las penas se olvidan, y vuelvo a creer que todo puede ir bien, que al otro lado del cristal se extiende un amplio valle, rodeado de montañas vigorosas de cumbres escarpadas y surcado por un río de aguas cantarinas con peces plateados. Y también hay un bosque, uno de esos frondosos de hojas color verde vivo que se tornan rojas, naranjas y amarillas cuando llega el otoño. Y pájaros, pájaros de colores que pían alegres entre sus ramas y salpican en el agua cuando van a refrescarse. Es mi refugio. Tú también estás allí, en la casita de madera, al otro lado del puente, junto al río, junto al bosque, al pie de las montañas. Sin embargo, nunca he querido cruzarlo, ni llamar a la puerta; me basta con saber que estás allí, que te tengo cerca, y así puedo imaginarte leyendo junto al fuego, untando chocolate a las galletas o sentada frente al piano tocando alguna melodía con sabor a siglos pasados. Ya ves con qué poco me conformo. Pero esto no dura siempre, y la mente regresa para volver a fastidiarme, hurgando en las heridas del pasado, escarbando en los recuerdos, limpiando el óxido de viejos goznes que mantienen cerradas las puertas de tiempos mejores. Y entonces me noto muy pesado, y triste, y cansado. Y al otro lado del cristal sólo hay una densa niebla gris que engulle los edificios enmohecidos y empapa a los transeúntes que caminan encorvados envueltos en abrigos raídos. Mi dedo repasa los títulos de los libros encuadernados en cuero que cogen polvo en las estanterías, pero mis ojos no leen. Ya no encuentro placer en las palabras, ni en las bellas historias que otros han escrito. Y con paso lento camino hasta el armario, donde el amigo fiel me espera. Y el sabor amargo del whisky barato me abre las puertas de un mundo aún más oscuro y frío, un mundo en blanco y negro, sin valles, ni montañas, ni pájaros, ni río; un mundo aún más gris que los días en que habito. Pero sé que al despertar, la mente volverá a marcharse, y por unos momentos volveré a mi valle y junto a ti. Y a lo mejor, esta vez, mis pies cedan al anhelo de tenerte entre mis brazos, y se atrevan a cruzar al otro lado, y no tiemble mi mano al llamar a tu puerta, y mis ojos lean en los tuyos el perdón a mis pecados.

(c) Germán Zamorano