jueves, 6 de junio de 2013

The Mechanic Dove

Legajo nº 1: El plan

13 de noviembre de 1870, al atardecer:
Evangeline Trinity Clatterbuck quería asesinar a la señora Butterworth, y eso no era ninguna novedad. Por miles se contaban las veces en las que había fantaseado con envenenarla, acuchillarla, chamuscarla y descuartizarla, no necesariamente en ese orden. Pero las fantasías estaban tocando a su fin. Pronto la odiosa solterona, oronda como una peonza y de voz rasposa como la de una urraca, dejaría de fustigarla con sus impertinencias.
Evangeline terminó de ajustarse el favorecedor polisón de su vestido granate, cogió el manguito de armiño blanco y descendió sigilosamente por las escaleras hasta llegar al vestíbulo. Una vez allí, bajó la intensidad de la lamparita de gas y salió de la casa, el número 13 de Blair Street. Allí en Edimburgo el tiempo estaba harto desapacible, y desde el encapotado cielo se escapaban gotas de lluvia como puñales de hielo.
Comenzó a caminar por el resbaladizo empedrado de la calle, en dirección a Cowgate, donde el mugriento pub de Bannerman´s bullía como un hormiguero de la mañana a la noche. Sin duda alguno de los borrachos que solía frecuentar el lugar se fijaría en su exuberante cabello del color del fuego y en su talle estrecho y torneado, pero nada de eso importaba. Tras unos minutos de silenciosa caminata calle abajo, llegó ante la fachada, cogió el pegajoso picaporte de la puerta y tiró hacia atrás, entrando poco después. El lugar estaba abarrotado de escandalosos parroquianos, y en el aire flotaba una traviesa humareda amarillenta, hedionda, curiosamente grasienta. Sus grandes ojos verdes pasearon por cada rostro, a cuál más abotargado, en busca de uno conocido. Al fin, tras un buen rato de observación, dio con él, un rostro afilado y moreno de mirada torva, perteneciente a un hombre apuesto de alto bombín color índigo a juego con su traje. La pinta de cerveza negra que reposaba ante él, sobre la maltratada barra, parecía a medio terminar. Jacob Henry Coleridge, lord Coleridge de Cornualles, Jack para los amigos, la esperaba desde hacía un buen rato. Cuando la vio aparecer a su lado no pudo por menos que levantarse de su renqueante taburete y hacer una pequeña y respetuosa reverencia.
—Señorita Clatterbuck, está usted radiante —piropeó. Evangeline le sonrió cortésmente, halagada. Escogió otro taburete en el que tomar asiento y con una simple frase le pidió al obeso cantinero una jarra de zarzaparrilla.
—Es usted muy amable —dijo, con el tono de voz un tanto musical—. ¿Ha traído lo que le pedí?
—¡Oh, por supuesto que sí! —dijo lord Coleridge, empezando a rebuscar entre los bolsillos de su chaleco de terciopelo negro—. He traído lo que quería, un compuesto venenoso a base de alcaloides de beleño, estramonio y adormidera.
Sacó entonces del bolsillo un frasquito diminuto de vidrio azul, satinado. Evangeline lo miró un instante con los ojos fulgurantes por la emoción.
—Magnífico —opinó, extasiada.
—Con un par de gotas de esto podría matar a un oso —opinó lord Coleridge, poniendo en las tiernas manos de la joven el frasco.
—Únicamente pretendo matar a una mujer.
—¿Ha pensado en el Yard? ¿No es el típico asunto en el que meten las narices?
—Puede que sí, pero para cuando lo hagan, yo ya estaré rumbo a Bristol.
—¿A Bristol, señorita? ¿Es que desea abandonar Edimburgo?
—Cuando la señora Butterworth aparezca asesinada y el Yard investigue las causas de su muerte, lo primero que hará será sospechar del servicio. Y yo soy su dama de compañía. ¿Cuánto tiempo cree que tardará en acusarme del envenenamiento?
—No tardará, eso es cierto. —Dejó escapar un suspiro ahogado—. Bien, entonces, ¿dice que partirá a Bristol?
—Sí, Coleridge —confirmó Evangeline, guardando el bote en el interior de su manguito—. The Mechanic Dove estará lista para partir esta misma noche.
Coleridge se quedó callado durante unos segundos, tan inmerso en arcanas cavilaciones que incluso Evangeline se apercibió de su repentino ensimismamiento.
—Permítame ir con usted, quedarme allí al menos hasta que el Yard deje de seguirle la pista —terminó por decir, con una determinación casi irracional. El tono con el que dijo aquellas palabras denotó anhelo, casi súplica.
—¿Usted querría? ¿Y qué hay de su magistratura? ¿Qué hay de su hacienda en Danderhall? No puede abandonarlo todo así como así.
—¿Y por qué no? Será temporalmente. Sabe demasiado bien que haría cualquier cosa por verla feliz a usted, señorita. Vamos, ¿qué me dice? ¿Acaso soy tan mala compañía?
—No, lord Coleridge —negó Evangeline, volviendo a ruborizarse como una chiquilla—. Está bien, haga cuanto guste. Yo no le frenaré.
—¡Perfecto! Estaré esperándola donde me diga.
—La señora Butterworth suele tomarse una copita de coñac pasadas las diez de la noche —explicó Evangeline—. Es el mejor momento. Espéreme en la dársena 12 del aeródromo de South Broughton a medianoche. Allí estará The Mechanic Dove.
—Así lo haré, señorita Clatterbuck.
Evangeline alzó la jarra de zarzaparrilla y brindó con lord Coleridge. En efecto, las fantasías parecían ir a convertirse muy pronto en realidad.

(c) Irene Sanz 




miércoles, 29 de mayo de 2013

Se posará lánguido el anochecer

Hacía mucho tiempo que no actualizaba el blog. Los días nacen y mueren rápidos, y cuando una clava la mirada en el pasado reciente, se apercibe más que nunca del inexorable paso del tiempo. 
A veces la poesía invade poderosamente los sueños. En mitad de la noche, los ojos de la mente revelan versos arcanos que nadie ha escrito jamás. Y es al amanecer cuando el cálamo, amante celoso, deja constancia de su silencioso brío en el marfil de un papel mísero.
Que os guste. 



SE POSARÁ LÁNGUIDO EL ANOCHECER

Se posará lánguido el anochecer
sobre el recuerdo de algo sin nombre,
sobre los besos no dados de un hombre
que, aun distante, buscaba mujer.

Llamará el tiempo al olvido
cuando sane el corazón dolido,
cuando la vida siga un camino
que, aun extraño, no sea baldío.

Tornará la pena en alegría
cuando mi alma la tuya no ansíe,
cuando pasen las épocas frías
que, aun hermosas, todo rendían.

Morirá en silencio el amor hundido
como muere el coraje sin un ideal,
como muere el espíritu perdido
que, aun vivo, acaba en soledad.

Aquellos días cargados nacerán
de ilusiones, risas y melodías,
y el alma estará en armonía
con otra que en vida me buscará.

Se posará lánguido el anochecer
sobre las caricias que no fueron dadas,
sobre las palabras envenenadas
que, aun no dichas, tornaron en querer.

(c) Irene Sanz

Lo dicho, la poesía irrumpe a veces en los sueños con más fuerza que cualquier otra cosa. Y duro se debe tener el corazón para no escribir las palabras que de la mente brotan. 
***
"Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor."

San Agustín




sábado, 23 de marzo de 2013

Peligroso descubrimiento

-¡Por las pulgas del Cancerbero! -exclamó el anciano mago cuando, por fin, la fuerte explosión destrozó gran parte de su equipo de alquimia avanzada y quemó los lomos de todos los libros de los que disponía en su angosto laboratorio.
La tambaleante torre de gastados sillares grisáceos pareció amenazar con hundirse de un momento a otro. En realidad la magia de Meruhem era lo único que aún lograba mantenerla en pie. Por el chirriante suelo de tarima quedaron diseminados miles de diminutos cristalillos procedentes de las redomas rotas y de los frascos reventados. El humo azulino resultante del estallido comenzó a salir en algarazos por las cuatro ventanas de la cúspide del torreón.
-¡Señor Tingwell! ¿Se encuentra bien? -preguntó una preocupada voz al otro lado de la puerta del laboratorio. Era Deliverance. La pequeña y pelirroja Rhagonycha Deliverance, ayudante del hechicero desde que tenía uso de razón, lo cual no era demasiado teniendo en cuenta que tan solo contaba diez tiernas primaveras. 
El barbudo y cadavérico Meruhem se sacudió el manto índigo para quitarse el polvo de encima y corrió aparatosamente entre los desperfectos para poder abrir a la muchachita. Giró el broncíneo picaporte y pegó un tirón. Deliverance contuvo un grito de pura sorpresa al ver el lamentable estado en el que su mentor se hallaba. La delgada cara tiznada de ceniza blancuzca, las ropas desmejoradas y quemadas, la barba medio calcinada, y como contraste los ojos chispeantes, eufóricos en su intenso color esmeralda.
-Me encuentro perfectamente, mi querida Deliverance.
-¡Ha hecho usted añicos el laboratorio entero! -se lamentó la niña, mirando aprensivamente la alfombra de cristales rotos que cubría el suelo.
-¡Sí! -afirmó Meruhem en un tono más agudo que de costumbre-. ¡A cambio he hecho un descubrimiento sorprendente!
-¿De qué se trata?
-¡Mi maestro, Evestrum Linneo, tenía razón! ¡Ven! ¡Pasa!
Hizo entrar a la intrigada niña hasta el caótico interior de la sala, esquivando muebles destrozados y restos indefinidos de objetos que habían quedado reducidos a basura.
-¡Linneo fue un genio! Halló un potente explosivo a base de palpos maxilares pulverizados de sexpunctatum, veneno de víbora de cuerno, leche de eléboro y unas gotas de idroagira.
-¿Está seguro?
-¡Segurísimo! Él dejó escrito en uno de sus grimorios que el agua alcalina debía pasar previamente por un filtro hecho de óxido de silicio durante tres noches por medio de una bomba a batería. ¡Así lo hice! Tres noches sin pegar ojo, queridísima Deliverance, pero, ¡lo he logrado!
La niña se acercó con timidez al escritorio ennegrecido por la explosión, y Meruhem dejó escapar una risilla eufórica.
-Como bien sabes, la leche de eléboro irrita la piel y es altamente tóxica, de modo que, cuando la mezclé a partes iguales con el veneno de víbora, tuve que hacerlo con los guantes de piel de tritón que me regalaste el mes pasado -explicó el mago mientras limpiaba con su propia barba el polvo denso que cubría uno de sus libros de química-. La operación realmente peligrosa viene cuando se añaden los palpos maxilares en polvo. Se crea una pasta negruzca tan pestilente como excrementos de duende. Además es muy corrosiva y un tanto radiactiva, con un número atómico Z de 83. Sin embargo no se vuelve explosiva hasta que el agua alcalina pasada por el óxido de silicio no comprime su masa molecular y provoca la fisión del núcleo.
-¿Ha provocado una fisión nuclear con veneno de serpiente y antenas de insecto? -preguntó Deliverance, extasiada.
-¡Exacto, mi estimada pupila!
-¡Es fabuloso! ¡Me alegro mucho por usted! -le felicitó la joven, con una encantadora sonrisa pintada en su carita.
-¡Oh, qué gran día para la ciencia, Deliverance! ¡Qué gran día! ¡Imagina el poder que tendrá quien disponga de la fórmula de este explosivo!
Al instante toda su alegría se desvaneció cuando Deliverance dejó de sonreír. La celebración desapareció de golpe. El silencio se volvió aplastante y desolado.
-Es peligroso, señor Tingwell -opinó la jovencita, el semblante sombrío y los ojos tristes.
-Mucho, querida Deliverance -consideró Meruhem, tan repentinamente apenado como su candorosa pupila -. Nunca nadie debe conocer esta fórmula. Nadie. Nunca.
Deliverance bajó la mirada hasta clavarla en las gastadas punteras de sus zapatos.
-Hay que esconderla.
Meruhem asintió silenciosamente. Y es que ciertas cosas no todo el mundo debe saberlas.

(c) Irene Sanz

lunes, 11 de marzo de 2013

Tarta de frutas

Aún no me había recuperado completamente de las desagradables náuseas que me había producido el viaje desde el aeropuerto de Copenhague-Kastrup hasta aquella plaza del centro de la ciudad. A pesar del vientecillo helador que parecía heraldo de más lluvias, no logré despejarme un ápice. Sören y yo habíamos quedado a las doce en la plaza de Kongen Nytorv, donde, a esa hora, la rumorosa muchedumbre de paisanos y forasteros emulaba un perfecto hormiguero humano. El viaje no había durado más de diez minutos, pero fue tiempo suficiente para que el estómago se me revolviera. 
Ahí estaba yo, perdida y mareada en medio del tranquilo gentío mientras la torre de la iglesia de San Nicolás, una afilada aguja verde que se alzaba al cielo como intentando arañar las nubes, veía desdibujados sus estilizados contornos por la niebla y la lluvia. Y estaba esperándole. Sí, a él. Levanté la mirada cuando una minúscula gota de lluvia se posó en mi nariz. Maldije a Sören. Iba a llover más, si cabía.
-¡Aroa! -escuché que me llamaba alguien a mis espaldas. Al girarme le encontré a pocos metros de mí, medio engullido por el torrente humano y con una preciosa sonrisa perfilando sus finos labios. Las tripas se me retorcieron de puro nerviosismo. Cogí mi maleta bermellón y me acerqué a él, tratando de esconder, si bien a duras penas, el malestar que azotaba mis entrañas. Pero, ¡oh, magia ignota! Aquel malestar fue desapareciendo conforme mis desvaídos pasos me llevaban ante él. Al mismo tiempo me parecía estar llegando a las mismísimas puertas del cielo.
-Estás preciosa -me dijo, ensanchando aquella sonrisa suya que podía fácilmente devolverle la vida a un cadáver, por muy putrefacto que estuviese.
-Tú también estás muy guapo -logré comentar. No mentía en absoluto. Estaba guapo, muy guapo. Se inclinó sobre mí, me prodigó dos besos formales y cogió mi maleta para llevársela consigo. El corazón bailoteó en mi pecho durante un milisegundo, para quedar irremediablemente petrificado ante la despiadada frialdad que Sören mostraba conmigo. Los ojos, por un momento, me picaron. De haber podido mirarme en un espejo, los habría visto enrojecidos. La incertidumbre que me invadía desde hacía meses se estaba convirtiendo en una verdadera tortura. 
-Ven, anda. Vamos a La Brasserie -dijo Sören, dándose media vuelta y poniendo rumbo, entre la inquieta muchedumbre, hacia un lugar desconocido para mí.
-¿La Brasserie? -Estimé que mi voz no me delataba demasiado-. ¿Qué es eso?
Sören se giró un segundo para mirarme con esos ojos suyos como hechos de mar embravecido.
-Un café donde sirven la mejor tarta de frutas de la ciudad.
Volvió a negarme la masculina hermosura de su rostro y continuó sorteando riadas de visitantes. Yo le seguí, muda de tristeza por espacio de varios minutos, hasta que me decidí a hablar de nuevo.
-¿Cuánto tiempo has estado esperándome aquí?
-Toda la mañana.
Aquella contestación fue peor que toda la lluvia del mundo sobre mi embarullada testa.
-¿Toda la mañana?
-Sí.
La Brasserie se mostró ante nosotros con la humilde e impertérrita majestad de los establecimientos gozosos de cierta historia. Al entrar, un extraño y acogedor murmullo, tan tenue como heterogéneo, me envolvió y me arropó como haría una madre amorosa con su hija. Y el aroma dulce de las tartas, expuestas como estaban en un mostrador de cristal cóncavo, me hizo sonreír a pesar de todo. Una mesa y dos sillas vacías, junto al amplio ventanal que daba a la plaza, parecían estar esperándonos desde hacía largo rato.
-¿Y por qué has estado aquí toda la mañana? -le pregunté, llevando una mano un tanto acusadora a la plaza, que poco a poco volvía a hundirse en una grisácea oscuridad, preludiando un buen chaparrón en ciernes. Sören se acomodó en una de las sillas y yo en la otra, tratando a la vez de desentrañar algún enigma de los muchos que me planteaba su pétrea expresión facial.
-Porque llovía -me contestó, tan tranquilo que casi me dieron ganas de abofetearle, rabiosa.
-Eso no tiene sentido.
-¿Y por qué no? -me preguntó. Pretendía responderle cuando una mujer de rostro redondo y tez rubicunda nos sirvió té y dos trozos de tarta. Me fijé en el de Sören. Parecía de limón. Y simplemente ignoré el mío.
-Porque nadie pasea bajo la lluvia -le contesté. Sören, en vez de extrañarse, me sonrió.
-No he dicho que estuviera paseando. 
-¿Entonces? ¿Por qué estuviste tantas horas?
Sören perdió la mirada en la plaza, aquel fastuoso rincón de Copenhague sobre el que una repentina pero previsible lluvia descargaba de nuevo su cólera.
-Porque me gusta el color de esta ciudad cuando llueve.
"Aroa, no tienes réplica posible", pensé. Al posar los ojos en mi trozo de tarta descubrí que era de chocolate y fresa. Mi favorita. Además tenía una curiosa forma. La forma de un corazón.
Miré a Sören de nuevo. Ya no miraba la plaza. Sus ojos de color índigo parecían querer taladrar los míos. Solamente se me ocurrió sonreír.
Nunca más me molestó la lluvia.

(c) Irene Sanz

martes, 19 de febrero de 2013

Ahí, siempre ahí

Ahí, siempre ahí,
como un viento ingobernable
que revuelve mis ideas
y poco después desaparece.
Como el fulgor trémulo
de las estrellas, que rompen
el profundo negro de mi noche.
Como un petirrojo que vigila
y no es vigilado
sino por el cobre de su pecho.

Ahí, siempre ahí,
para hablarme
cuando otros callan.
Para abrazarme
cuando otros se marchan.
Para revivirme
cuando otros me matan.
Para sacarme
de los abismos de la tristeza
cuando otros me hunden en ellos.

Ahí, siempre ahí,
hecho de palabras y caricias,
de dulzura y poderío,
de templanza, luz y magia.
Hecho de fuerzas que me renuevan
y de besos que, aun lejanos,
llenan mi boca
de miel y sonrisas.

Ahí, siempre ahí,
un fuego tranquilo
que en lontananza
da brillo y calor.
El agua humilde del río
que ofrece calmar mi sed.
El pan sagrado
que aniquila mis pecados.
El lecho mudo
que a mi cuerpo espera
noche tras noche.

Ahí, siempre ahí,
y nos queremos,
cielo mío,
tú y yo.

(c) Irene Sanz

viernes, 25 de enero de 2013

¡Hasta nunca!

La casa se asemeja a una bestia salvaje y demencial, a un odioso Leviatán que, hambriento, reclama corazones que aún laten y almas que aún logran refulgir. Las habitaciones están oscuras, y flota en ellas un hediondo olor a carne calcinada, mordiente aroma que la Parca desprende cuando se halla deseosa de cercenar vidas y caminos. Los pasillos, angostos y gélidos, juguetean conmigo y me hunden aún más en las pútridas entrañas de la mansión. Sombras insaciables me siguen el rastro sin descanso ni tregua, y huyo para salir de aquí, con quemazón en los pulmones y colapso en mi corazón tras una carrera frenética. Mis pies desnudos sangran con profusión, tintando de carmesí el chirriante suelo de madera. Pero nada me importa, salvo alejarme de las sombras, esas malditas sombras que constriñen mi garganta y dañan mis oídos con la impiedad de sus agudos alaridos. ¡Sombras infernales, dejadme! ¡Olvidadme!
La sinfonía de gritos sin boca se convierte en una tempestad de risas burlonas. Los demonios se ríen de mí. ¡Se ríen de mí! ¡Estoy indefensa! ¡Sola! ¡Sola! ¡Y lloro! ¡Lloro de terror, de desesperación, de tristeza! ¡Malditas sombras! ¡Malditos miedos!
Todo es oscuridad, un infierno insomne y desatado en la noche, aullidos dementes que exigen una muerte violenta, la mía. Ya no puedo aguantar más. ¡No puedo aguantar más!
La ventana ovalada del final del pasillo parece entonar un irresistible canto de sirena. ¡La luz de la luna me llama! ¡Abrázame con tu azul pálido, luna creciente de invierno! ¡Líbrame del mortal beso de las sombras! ¿Quieres que vaya! ¡Iré! ¿Quieres que abra la ventana? ¡La abriré! ¿Quieres que salte? ¡Saltaré! ¡Y caigo! ¡Por fin caigo! ¡Ah, libertad! ¡Orgásmica libertad! ¡Adiós, sombras malditas! ¡Adiós! ¡Hasta nunca!

(c) Irene Sanz

martes, 15 de enero de 2013

Seré la almohada que te regale los mejores sueños

Cascada de sensaciones en un mismo hechizo,
arrullos bajo la luna, el fuego del renacer,
cavernas que el amor esconden,
lanza en ristre que busca el placer,
pliegues saboreados, el mejor paraíso.

Seré la almohada que te regale los mejores sueños.

Atávica fusión de dos almas en una,
nocturna melodía, cadencia entre dos,
pieles que rezuman perfumes ardientes,
labios que se juntan en un mismo dulzor,
ojos que se besan con ansiosa ternura.

Seré la almohada que te regale los mejores sueños.

 Placeres humanos, el mundo olvidado,
gritos en la noche, dormida razón,
leche y miel cual néctar y simiente,
quejidos de cama que hablan de pasión,
mágica danza de dos cuerpos tumbados.

Seré la almohada que te regale los mejores sueños.

(c) Irene Sanz

martes, 8 de enero de 2013

Olivia Dunsterville (5)

Acuarela nº 5: Los chicos que se despertaron al día siguiente

 -¡Estoy escuchando música, Olivia! ¡La oigo! -anunció Viktor, entusiasmado.
-¡Muy bien, muchacho! -le felicitó Kornbock, que revoloteaba entre las oscuras mariposas y producía con el fuerte batir de sus alas su propia música.
-Cada sonido de este mundo, Viktor, es una nota, y cada grupo de notas es un acorde. Cada grupo de acordes es una melodía, y esa es la melodía que hacen todas las cosas de este mundo -resumió Ellyllon, tan satisfecha como Kornbock, jugueteando a la vez desde las polvorientas alturas con el codiciado lóbulo.
-¡Ya lo entiendo! -dijo Viktor, el corazón acelerado, la sonrisa radiante. Fue entonces cuando Fossengrim, junto a Ellyllon, clavó sus diminutos ojillos en Olivia. 
-Ahora es tu turno, niña -anunció. La muchacha frunció el ceño, extrañándose.
-Yo no puedo contar tantas mariposas -negó, encogiéndose de hombros mientras sobre su cabeza la curiosa sinfonía de las mariposas seguía imparable su curso.
-No es eso lo que debes aprender hoy -dijo Fossengrim.
-¿Y qué tengo que aprender?
-Si tú no puedes, deberás ser humilde y pedir ayuda a quien sepa hacerlo, como ya te dije.
Olivia desvió la mirada hacia Viktor, que continuaba extasiado con la música que los envolvía. Tragando saliva y carraspeando, se acercó a él con una tímida sonrisa perfilada en sus labios mutilados.
-Viktor, por favor, ¿podrías decirme cuántas mariposas hay aquí?
El chico la miró a ella durante un momento, sonriéndola con igual ternura.
-Eso es fácil. Hay trescientas doce.
Fossengrim, Ellyllon y Kornbock estallaron en carcajadas de triunfo casi a la par que Telfusa. Las risas inundaron el castillo de Dunsterville e hicieron desaparecer a las sombras que hasta entonces habían dominado cada pasillo y cada estancia.
-¡Os los habéis ganado! -gritó Kornbock. Ellyllon soltó el lóbulo y Fossengrim el labio, que cayeron sobre los muchachos en mitad de la inquieta nube de mariposas. Todo, así, se iluminó de blanco perla. Y ya no pudieron ver nada más.
*
-¡Chicos! ¡A levantarse! Hay que ir al cole -dijo mamá con dulzura mientras el estruendo del despertador se esforzaba inútilmente en levantarnos de la cama. Miré a mi hermano Viktor, en su cama junto a la mía. Estaba tan adormilado como yo. En esos instantes aún pude escuchar la voz de Kornbock en mi cabeza diciéndome:
-¡No te olvides de dar las gracias, Olivia!

FIN

(c) Irene Sanz