I.
¡Despierta, atolondrada!
Un gran ojo de iris azulado y largas
pestañas negras hacía las veces de tragaluz en mitad del techo de la alcoba. En
la cama —una gigantesca cama de torneado cabecero de madera— dormía Agatha
entre mantas gruesas y gatos atigrados. El despertador de la mesilla, en forma
de calavera, comenzó a chillar de un modo impertinente y acusador.
“¡Despierta, atolondrada! ¡Despierta, atolondrada!
¡Despierta, atolondrada!”
Agatha abrió los ojos y miró hacia arriba.
El ojo-tragaluz pareció sonreír. Al poco se cerró, para no volver a abrirse hasta
el anochecer de aquel día. “Todas las mañanas la misma historia”, pensó Agatha,
sonriendo.
—Buenos días —musitó, estirándose
perezosamente; en medio de un bostezo largo y profundo salió de la cama, y el
frío mordiente de la habitación le arrancó los últimos vestigios de calor que
conservaba. El gastado suelo de madera chirrió bajo sus pies, como quejándose
de su peso.
—Agatha, hoy debes llevar un poco de sopa de
anchoas al profesor Mooplethingle, ¿no es así? —preguntó entre ronroneos uno de
los perezosos gatos. Agatha lo miró con gesto de fastidio.
—No me gusta ir al despacho de Mooplethingle
—refunfuñó—. Es angosto, y sucio, y huele mal, y tiene cosas muy raras, y
además las cabezas reducidas que tiene en la vidriera del fondo me odian.
¿Sabes que la semana pasada las pillé criticándome?
—No exageres —dijo el gato, saliendo de
entre las mantas y saltando torpemente de la cama—. No son tan chismosas.
—¿No? ¡Entonces ven conmigo y aguanta tú sus
impertinencias! —Cogió al animal en brazos y salió de la alcoba, aún descalza,
no por la puerta principal, sino por otra, situada junto a la cama—. Veremos si
son chismosas o no.
Apareció en un lóbrego pasillo con las
paredes cubiertas de tapices multicolores y el suelo lleno de hojas de parra.
“¡Qué mala suerte!”, se dijo Agatha, “¡Han vuelto
a nevar hojas del techo!”. Los techos de aquel castillo —el Castillo de los
Siete Lamentos, pero que todo el mundo llamaba, para
abreviar, el Castillo— solían tener la fea costumbre de dejar caer hojas secas
en ciertos momentos del año o, mayormente, en época de exámenes.
—¡No! —negó el gato, tratando de zafarse de
los brazos de su ama—. ¡Mooplethingle me hizo comer galletitas de bígaro la
última vez que me atreví a entrar en ese antro pestilente! ¡No, no y no!
—¡Vamos!
Al final del pasillo había otra puerta, aquella vez ovalada, estrecha, gastada, pintada de verde esmeralda y con un cartel sencillo de letras doradas que rezaba:
Al final del pasillo había otra puerta, aquella vez ovalada, estrecha, gastada, pintada de verde esmeralda y con un cartel sencillo de letras doradas que rezaba:
“PARA ABRIR, PULSE ALMOHADILLA. PARA CERRAR,
PULSE ESC”
Bajo el cartel había un único botón en forma
de pequeña almohada de color marfil. Agatha no dudó. Apretó la almohadilla con
el índice de la mano derecha y esperó a que el mecanismo interno de la puerta
se activase. En efecto, no pasaron ni cinco segundos cuando las tripas de la
puerta empezaron a chirriar. El mastodóntico picaporte broncíneo se giró con
lentitud y la puerta, después, cedió hacia afuera. Un rayo de sol cobrizo,
tamizado por las nubecillas finas en lontananza, penetró en el pasillo y dejó a
Agatha sin vista durante unos momentos. Cuando sus ojos se acostumbraron al
fulgor del nuevo amanecer, descubrió el jardín, donde los árboles rosquilleros
ya empezaban a florecer como cada primavera. Pronto darían unas rosquillas
magníficas.
Agatha aspiró el aire límpido de la mañana
y, sin darse tiempo a sí misma para pensar en lo que hacía, penetró en el
jardín rumbo a la Torre
de los Alquimistas, donde se encontraba la cocina y, en lo más alto, el
despacho del profesor Mooplethingle. La sopa de anchoas estaría ya lista para
él. Tan sólo era preciso armarse de valor para subir hasta el despacho. Y aquel
día, Agatha era la encargada.
© Irene Sanz 2014