viernes, 29 de junio de 2012

La dama

El diminuto pincel en su mano correteaba sobre la tabla de forma imparable, impregnado con óleo de color ocre apagado. A su lado, sobre una oscura mesita baja, una paleta de madera pulida ofrecía una desperdigada gama de colores terrosos. Mientras tanto, Cecilia posaba en silencio, sosteniendo en su regazo un precioso hurón blanco que no paraba de moverse.
-No os mováis, señora. Ya casi hemos terminado. Si el duque de Milán lo aprueba tened por cierto que vuestro retrato alcanzará la eternidad.
-No es Ludovico quien debe aprobar su belleza, sino yo -dijo la muchacha, sin moverse-. Procurad, por tanto, realizar bien vuestro encargo y se os pagará como merecéis.
Leonardo se peinó la espesa barba con los dedos manchados de aceite, sin dejar de pasear el extremo del pincel por la superficie de
l cuadro.
-Por supuesto, señora.
Pasaron unos escuetos minutos en los que la susurrante algarabía del mercado se coló tímidamente por los ventanales abiertos del estudio. Una luz aperlada invadía el espacio, iluminando cientos de minúsculas partículas blanquecinas que flotaban de acá para allá.
-Imaginad por un momento que el duque desaprueba vuestra obra -volvió a decir Cecilia, adoptando un tono de voz juguetón, como cuando tocaba el laúd y sentía los ojos ávidos de los hombres clavándose en su joven cuerpo de diecisiete años.
-Eso lo hago todos los días, señora.
-¿Y qué pensáis que podría pasar?
Leonardo dejó el pincel sobre la mesita tras limpiarlo con un paño húmedo. Poco después desvió la mirada hacia la muchacha. La dedicó una cálida sonrisa preñada de miles de vivencias pasadas.
-Querida niña, puesto que eso es lo que sois, me temo. Si vuestro amante el duque de Milán rehúsa pagarme por el esfuerzo empleado durante todo este tiempo, sabed que no me ofenderé.
-¿Y por qué?
-Porque en todo caso con vuestro retrato he perfeccionado mi arte, con vuestra belleza he deleitado mis ojos, con vuestra inteligencia he colmado mi curiosidad, y con vuestra compañía he rejuvenecido mi alma.
(c) Irene Sanz

martes, 26 de junio de 2012

Exigua llama

Provenza, Francia, 1547
La noche está tranquila y muda, el cielo limpio y estrellado, las gentes dormidas e ignorantes de lo venidero. Un par de pies, peregrinos e inquietos, se deslizan hacia las entrañas de un gran caserón de las afueras.
-Nada debe creerse en vano. Nada ha de creerse nunca en vano.
El médico que a todos sana y ayuda musita palabras incognoscibles mientras llega al estudio. Cientos de objetos convierten la sala en un mundo de conocimientos. Astrolabios y espejos, inventos de hierro y madera, pergaminos y plumas, botes y frascos. 
Francés, hebreo y latín se alían en su mente y cristalizan en misteriosos preludios. La luz temblorosa de las velas tiñe el lugar de dorado y carmesí. Hace frío, y de sus labios se escapan juguetonas volutas de vaho que poco a poco se extravían en el espacio hasta desaparecer.
Toma asiento ante un gastado escritorio de caoba y bronce. La moteada pluma de avutarda está preparada. El tintero espera anhelante para servir a su propósito. Hunde el extremo de la pluma en la negrura de la tinta. El pergamino recibe los primeros arañazos ante sus ojos apasionados.

De noche, sentado y en secreto estudio.
Tranquilo y solo, en la silla de bronce:
Exigua llama saliendo de la soledad,
Hace prosperar lo que no debe creerse en vano.

Permanece quieto durante unos instantes, leyendo sus propias palabras a sabiendas de todo cuanto aún quedaba por escribir. Será un enorme trabajo, se dice. Acerca de nuevo la pluma al pergamino, y escribe una sola frase más.

Soy yo, Michel de Notredame
El heraldo del saber de las sagradas esferas, 
Y mediante mis palabras
Pasado, presente y futuro verán sus cimientos temblar.

(c) Irene Sanz 

jueves, 21 de junio de 2012

El caminante ante el mar de nubes

Aquella desapacible mañana de mediados de noviembre mi amigo Caspar y yo hablábamos acaloradamente acerca de un nuevo cuadro. El lienzo aún continuaba tan blanco como su mente. Era triste verlo sobre el caballete, sin una historia que contar ni unos sentimientos que expresar. Después de muchas diatribas, Caspar, sin decir después una sola palabra más, me conminó a seguirle. Salimos de la ciudad envueltos en una bruma espesa, internándonos en unos campos en barbecho cuyo final la vista no me permitía alcanzar. Mientras caminábamos rumbo a aquel lugar que solamente él conocía tuve la extraña sensación de que aquel día sería memorable. Caspar llevaba consigo el caballete, el lienzo y la maleta con los óleos, la paleta y los pinceles. Me pregunté lo menos una docena de veces durante el trayecto qué era lo que se le había ocurrido. Pronto nuestras respiraciones fatigosas rompieron el silencio.
-Caspar, amigo mío, ¿adónde pretende llevarme?- me atreví a preguntar, incapaz de dominar mi curiosidad.
-A la inmortalidad- me contestó. Jamás una cuestión tan vanal había sido contestada de un modo tan trascendente.
Ascendimos riscos y bajamos pendientes, hasta que al fin frenamos en un precipicio, a cuyos pies un mar de niebla se movía como un ser vivo a merced de la brisa mañanera.
-Ahora, quédese quieto- me ordenó el pintor, parándose de repente tras de mí. Y el óleo comenzó a cantar.
(c) Irene Sanz

domingo, 17 de junio de 2012

Historias de la guerra: sobre Inglaterra (por Germán Zamorano)


-¿Por qué no me lo quieres contar, abuelo?
-Porque no hay nada que contar, Isaac.
-Pero tú eres un héroe.
-¿Quién te ha dicho eso? Bueno, mejor no me lo cuentes. No quiero saberlo.
-Me lo ha dicho el tío.
-Te dije que no quería saberlo. Tu tío tiene la lengua demasiado larga.
-¿Me lo vas a contar?
-Ya te he dicho que no tengo nada que contarte.
-Pero el tío me ha dicho que tú luchaste en la guerra, y que te enfrentaste…
-No hay nada de heroico en la guerra, Isaac. La guerra siempre es un error. No deberían de existir las guerras.
-Pero, abuelo…
-Verás, hijo, cuando despegábamos nunca sabíamos qué iba a ocurrir. Yo era un poco mayor que tú, y tenía miedo.
-¿De qué tenías miedo? Los guerreros nunca tienen miedo.
-Sí que lo tienen, Isaac. Solo los temerarios no tienen miedo. Cuando despegabas nunca sabías si ibas a volver a aterrizar. Podían ocurrir muchas cosas, y estábamos muy cansados. Conocí a muchos pilotos que no fueron tan afortunados como yo. Al principio creían que todo iba a ser fácil, pero los ingleses no nos lo pusieron sencillo, pelearon con bravura por defenderse, y la batalla duró más de lo previsto. Había que invadir Inglaterra a toda costa, pero para eso, primero teníamos que acabar con su fuerza aérea. En Polonia y en Francia las cosas fueron bien, pero no sucedió lo mismo en Inglaterra. Salíamos al ocultarse el sol y volábamos sobre el Canal hasta llegar a las playas. Entonces nos disparaban…
-¿Te disparaban, abuelo? –pero el abuelo ya no escucha. Tiene la mirada perdida, y una noche de humo y fuego desplegada ante sus ojos.

-Teníamos que escoltar a los bombarderos, no podíamos subir demasiado, ni ir muy rápido, lo que nos ponía en desventaja. En el combate aéreo, la altitud y la velocidad son cruciales. Cuando llegábamos, caían sobre nosotros como abejas enfurecidas. Entonces, sonaban las sirenas antiaéreas y la macabra sinfonía de las bombas que seguía al zumbido de la aviación, un enjambre despiadado que anunciaba una tormenta de silbidos y explosiones a la que se unían el fuego y los escombros. Londres era pasto de las llamas. Los almacenes y los edificios situados junto al río ardían proyectando su ígneo resplandor sobre las aguas que fluían mansas en la noche. Aquí y allá podían verse focos de fuego donde las bombas incendiarias, lanzadas por nuestros bombarderos, habían impactado causando estragos en la capital inglesa. Parecía de día. Las llamas iluminaban con tanta intensidad, reflejándose en las nubes, que a veces parecía que el sol hubiese saltado de repente la línea del horizonte para ser testigo de la estupidez de los hombres… Veinte minutos, veinte largos minutos… Los cazas no tenían autonomía para mucho más. Nuestro esfuerzo se concentraba en aguantar ese tiempo, dar cobertura a los bombarderos mientras maniobrabas para evitar ser derribado y no chocar el aire, y después, poner rumbo al sur y tratar de alejarte de aquel infierno. Si lograbas regresar, permanecías en la pista, esperando, esperando a que aterrizase el último de los nuestros. Y luego… luego contabas a todos los que no lo habían conseguido.
Isaac tiene los ojos llenos de lágrimas. El abuelo lo abraza.
-¿Ves? No hay nada de heroico en la guerra, hijo.
 (c) Germán Zamorano




martes, 12 de junio de 2012

Cantar al otoño

Otoño, que tintas mis cantares
de cobrizo, bermellón y plata,
que haces de mis bienes y pesares
cuentas de un collar de vidrio y nácar.

Otoño, que tiñes sentimientos
con el gris de la melancolía,
que tristes colores en concierto
haces cantar cada bello día.

Otoño, que mi ser coloreas
de dorado, negro y escarlata,
que a mi espíritu le balanceas
en tu cuna ocre y aperlada.

Otoño, segunda primavera
que al verde lo vistes de cobrizo,
que vuelves sibilina y certera
la mente del hombre huidizo.

Otoño, hogar de lluvia y viento,
de sol dorado y hojas bermellón,
acuna mis tristes pensamientos
en los brazos castaños del amor.
(c) Irene Sanz



viernes, 8 de junio de 2012

Apocalipsis

El tiempo estaba como petrificado ese anochecer de finales de otoño. Los negros nubarrones sobre nuestras cabezas impedían ver el cielo. Algunos truenos lejanos parecían esconder otros sonidos menos reconocibles. Desde la terraza podíamos escuchar una especie de zumbido o siseo cavernoso proveniente de las nubes. Mi madre preguntó varias veces qué era lo que producía aquel sonido, pero nadie pudo contestarla.
Mi nombre es Lizzy, y por entonces vivía en Alabama. La hoy extinta Alabama. Como el resto de los estados. Era solo una niña, y como tal sentía fascinación y miedo al mismo tiempo hacia todas las cosas. Y aquel sonido me fascinaba y asustaba a la vez. Llegó un momento en el que los truenos se vieron silenciados. El zumbido llegó a inundarlo todo. Arrancaba escalofríos y removía estómagos. Había algo maligno en él, y todos lo sabíamos. Pero no podíamos hacer otra cosa, salvo esperar.
Recuerdo que pasaron cerca de dos horas hasta que por fin las nubes comenzaron a dispersarse. Lo que éstas nos mostraron entonces fue algo que nunca, por muchos años que pasen, podré olvidar. Una indescriptible horda de platillos volantes, ovalados y pálidos a la luz menguante del sol, plagaban los cielos sobre las casas, los jardines y los campos, emitiendo aquel zumbido continuado que acallaba cualquier otro ruido existente. Aun quietos en la inmensidad, parecían respirar, estar vivos, vigilarnos. Mi fascinación se convirtió en terror. El griterío de la población se volvió insoportable. En ese momento todo se tiñó de verde y rojo. Y mi barrio, la ciudad y todo el país dejaron de ser como eran. El Apocalipsis había comenzado.
(c) Irene Sanz

martes, 5 de junio de 2012

Juntos (por Germán Zamorano)

Gozaré del tiempo que me quede junto a ti
embriagándome con cada segundo que mi cuerpo
pase junto al tuyo,
y burlaremos el destino, que es final,
y colmados de amor recorreremos el trágico camino.

Si hoy el sol decide no salir
nuestro amor dará calor a nuestras vidas,
y seremos almas de la noche
en una lucha ya perdida.

No me importa que el agua se evapore
y que arda la tierra ya gastada,
mientras arda en mi pecho tu recuerdo
tendré esperanza en el mañana.

(c) Germán Zamorano

viernes, 1 de junio de 2012

Canto de la Tierra


Vive, mi cielo, yo te veré,
ama, pequeño, como yo amé,
busca la luz y la eternidad,
los sentimientos y tu verdad,
ríe y sonríe por ser feliz,
que tu heredad no sea baladí.

Busca bondad y virtud sin par,
haz de tu ser un hermoso mar
donde los hombres limpien su mal,
donde se amen en vez de odiar,
bienes y luces, un bello hogar
has de otorgarles por bien amar.
  (c) Irene Sanz