lunes, 28 de mayo de 2012

Extraviado en Almareth

¿Qué era lo que había pasado? ¿Dónde estaba? La cabeza parecía ir a reventarle en cualquier momento, y un brazo le dolía horrores.
El monorreactor Dassault F1 había aterrizado del mejor modo posible dadas las circunstancias de auténtica emergencia. Sólo sabía que hasta hacía unos minutos surcaba los cielos franceses con la normalidad de unas simples pruebas, y de pronto todo se había v
uelto caótico. Al avión le había rodeado una extraña tormenta eléctrica, tan violenta que le había obligado a decidir que debía tomar tierra a vida o muerte. Ni siquiera consideró juicioso volver a la base. Antes de que pudiera percatarse de ello, perdió el contacto con la torre de control. La radio pareció volverse loca, y el panel de mandos dejó de responder. La tormenta dejó el monorreactor convertido en un inservible montón de chatarra, y la gravedad hizo su trabajo.
Por fortuna, todo había vuelto a funcionar antes de que aconteciese el desastre, y el piloto, Alain Rochard, retomó el mando. ¡Debía tomar tierra a cualquier precio!
Había comenzado a descender peligrosamente. El terror a aquella tormenta le hizo querer evitar el peligro de cualquier modo.
Las nubes pronto quedaron en la mesosfera, y ante el monorreactor apareció una amplia campiña de cereal dorado, moviéndose a merced de la brisa como un gigantesco mar de oro. Rochard vio unas montañas violáceas que no supo identificar. En dirección sureste se extendía un gran bosque de árboles muy oscuros, exuberantes, casi selváticos. ¿Eran casas aquello que veía allí?
El avión debía aterrizar cuanto antes, y el mejor lugar era, sin duda, el campo de cereal. La tormenta sobre su cabeza teñía el cielo de marengo y morado, y los tibios rayos de un sol dorado asomaban tímidos entre los nubarrones, lo que aún oscurecía más las entrañas del bosque.
El aterrizaje fue abrupto, muy abrupto. El aparato estaba gravemente dañado, y cayó sobre la campiña, creando una larga estela de destrucción a su paso. La panza del avión quedó convertida en un amasijo de hierro y chapa, y una de las alas se arrancó de cuajo. El fuego provocado creó una gran nube de humo negruzco que comenzó a alzarse en el cielo en feas volutas de olor intenso.
Rochard perdió la capacidad de razonar. Sólo una idea inamovible campó por su cabeza: sobrevivir. Tras lo menos seiscientos metros de fuego y destrucción, al fin el monorreactor pareció querer frenar, y su piloto, agotado y herido, permaneció unos minutos tumbado sobre su asiento, con los ojos cerrados y el semblante desvaído. Pero había que ser fuerte. Abrió los ojos, se examinó el brazo, que sangraba profusamente del codo, y trató de pensar. Había aterrizado, y estaba vivo, pero, ¿dónde? No recordaba haber visto nunca aquella campiña dorada, interminable, casi irreal, como tampoco recordaba las amenazantes montañas del noroeste. Y la selva oscura del sureste resultaba un auténtico misterio.
Reunió valor y fuerzas para levantarse y dirigirse, a paso torpe, hacia la salida del destrozado avión. Una vez en el exterior, examinó el lugar, el aparato, las nubes del cielo, iluminándose agresivamente con unos curiosos rayos violáceos. Jamás había visto una tormenta semejante.
Le dolía tanto la cabeza...
Fue entonces cuando comenzó a escuchar algo: una especie de trote, lejano, grave, cada vez más fuerte.
-¿De dónde...?
Parecía una manada de caballos acercándose, pero no podía estar seguro. Se alejó unos cuantos pasos del siniestrado avión, y trató de hallar con la mirada el origen de aquel inquietante sonido.
Su curiosidad tornó casi en demencia al encontrar la procedencia del trote: desde las entrañas de la selva del sureste había comenzado a aparecer un sinnúmero de iguanodontes de escamas verdosas y púrpuras. Sobre sus espaldas, montados en unas sillas de cuero y piel, iban unas impactantes criaturas que parecían híbridas de humanos y hurones. Aquellos singulares jinetes, altos, delgados y curiosamente atractivos, portaban largas lanzas adornadas con plumas multicolores. Rochard fue capaz de percibir los tintes granates y dorados de sus largos cabellos.

Sobre ellos, lo menos cien azores de plumas plateadas sobrevolaban los cielos, como a la espera de órdenes de sus dueños.
Rochard sacudió la cabeza, como tratando de arrancarse aquella entelequia de la mente. ¡Aquello no podía ser verdad! ¡Debía ser un delirio de su propia cabeza!
Uno de los iguanodontes se adelantó a los demás, y su jinete, una de aquellas criaturas, con aspecto de hembra, apuntó con su lanza directamente hacia él. Bramó algo que no pudo entender.
-¡Eh! ¡Tranquila! ¡Tranquila!- gritó Rochard, alzando las manos en señal de indefensión, cuando sólo faltaban unos metros para que aquella bestia le alcanzase. No podía volver al monorreactor: había comenzado a arder. Ya sólo podía confiar en el raciocinio de aquellos seres.
La jinete, tirando violentamente de las bridas del iguanodón, le hizo frenar ante el aturdido piloto, y, con la frialdad propia de un guerrero que ha visto invadir su territorio, se le quedó mirando.
El resto de los iguanodontes permanecieron algo más alejados, expectantes, a la defensiva. Rochard examinó a la jinete. Era delgada, joven, casi sensual. Su espeso cabello teñido de escarlata y cobre caía en cascada sobre sus hombros y su espalda. Su rostro, aunque humano, recordaba bastante al de un hurón. Sus grandes ojos amarillentos le analizaban desde lo alto del tranquilo iguanodón. Llevaba un sencillo vestido, de blanco lino plisado, que dejaba adivinar las bonitas curvas de su cuerpo.
-¿Hablas mi idioma?- preguntó Rochard, nervioso y sin bajar las manos. Todos y cada uno de sus músculos estaban en tensión. La criatura dijo algo que el hombre no entendió.
Fue entonces cuando, tras ella, otro de aquellos jinetes descabalgó de su montura, y se acercó a Rochard a todo correr, bramando amenazas incomprensibles.
-¡Tranquilo! ¡Vamos, calma!- balbuceó Rochard, aterrado. Aquel ser, que parecía un macho, era más agresivo que la hembra. No le dio tiempo a intentar nada más: el que había llegado hasta él le propinó un fuerte golpe en una sien, y cayó torpemente al suelo, sangrando, inconsciente. Los jinetes le miraron desde arriba con sendas sonrisas de satisfacción pintadas en sus labios.
Ningún ser humano debía conocer nunca la existencia de la tierra de Almareth. Los pecados del hombre no debían jamás emponzoñar las almas de los abaqueos.
Alain Rochard sería juzgado y condenado como humano que era.


* Almareth: litargirio (óxido de plomo).
* Abaqueo: término griego que proviene del verbo abakeus, "no decir nada".

viernes, 18 de mayo de 2012

Algo en la oscuridad

Un frío aún más hiriente que el de una tumba hizo que despertase de sopetón con los miembros agarrotados y el alma encogida. La cama se le antojó incómoda, la oscuridad insoportable, el silencio atronador. La habitación se volvió angosta y el aire apestado. Un hedor horrible a carne corrompida hizo el oxígeno irrespirable. Una especie de suspiro ahogado comenzó a dejarse escuchar por toda la habitación, y una respiración fatigosa lo siguió.
Todos y cada uno de sus músculos se vieron paralizados a merced de una voluntad ajena a la suya. No podía moverse, ni gritar, ni apenas pensar.
-¡Vete de aquí!- masculló torpemente, tratando de encontrar con la mirada enloquecida aquello que tanto pavor despertaba en él. La voluntad se hizo más fuerte, el frío más intenso, el silencio más forzado, la oscuridad más palpable. Cada objeto de la alcoba se le hizo siniestro y peligroso, como si de pronto se hubieran transformado en criaturas moradoras del averno.
Unas manos invisibles e inasibles se cerraron alrededor de su cuello y apretaron con una fuerza sobrenatural. Exhaló toses agónicas, intentando patalear mientras con sus propias manos se asía el cuello. Todo fue infausto. Pronto le faltó el aire. Y no vio el amanecer.

domingo, 13 de mayo de 2012

Diario de una lunática

-3 de febrero:
Hoy me he comido un puré. Era verde, aunque más me parecía un vómito de verduras. ¡Qué asco, por Dios! Al salir a la calle he pisado una mierda. ¿Por qué diablos nadie las recoge? En el trabajo mi jefe me ha regañado. Al poco le he clavado una pluma estilográfica en la nuca. Sangraba como un cerdo.

-4 de febrero:
Hoy me he comido un puré. Era marrón, aunque más me parecía un vómito de sangre coagulada. ¡Qué asco, por Dios! Al salir a la calle he pisado un gargajo. ¿Por qué nadie se contiene? En el trabajo mi jefe me ha felicitado. Al poco le he clavado un punzón en el entrecejo. Sangraba como un cerdo.

-5 de febrero:
Hoy me he comido un puré. Era blanco, aunque más me parecía un esputo gigantesco de leche. ¡Qué asco, por Dios! Al salir a la calle he pisado un vómito de verduras. ¿Cómo se puede vomitar tanta cantidad? En el trabajo mi jefe me ha dado los buenos días. Al poco le he acribillado a balazos con mi Colt. Sangraba como un cerdo.
-6 de febrero:
Hoy voy a descansar un poco. Me comeré tres purés, pisaré una mierda, un gargajo y un vómito, y creo que hablaré con mi jefe para que me suba el sueldo. Tampoco es bueno abusar de las fuerzas que se tienen, ¿no?


martes, 8 de mayo de 2012

Historias de la guerra: Un blanco fácil (Germán Zamorano)


            Bremen (Alemania), 20 de diciembre de 1943

            ─¿Por qué tenemos que bombardearla otra vez? ─dijo Brown levantando la voz para hacerse oír por encima del ruido de los motores.
            ─Son las órdenes, Teniente. Soltar la carga y volver a casa.
            Prefirió no contestar. Al fin y al cabo, él no estaba allí para cuestionar las órdenes, las diese quien las diese. Bastante tenía ya con pilotar aquel trasto y llevarlo sano y salvo de regreso a la base.
            En ese momento, las baterías antiaéreas comenzaron a escupir fuego. Las trazadoras partían la oscuridad de la noche iluminando la cabina a intervalos. Brown viró a la izquierda, picando un poco, hacia la boca del lobo, hacia el malvado corazón de la bestia. El avión protestó, pero enfiló el rumbo.
            ─Estamos en la línea del objetivo.
            ─Muy bien, chaval, ahora procura mantener recto y en el aire este trasto. En un rato habremos acabado. ¿Habéis oído, holgazanes? ¿A qué esperáis? ¡Vamos, joder, abrid las compuertas!, ¿o es que queréis bombardear cuando se haya terminado esta maldita guerra?
            Los artilleros se apresuraron. Las compuertas se abrieron. Muchos metros por debajo, las primeras bombas incendiarias comenzaban a engullir los barrios periféricos de Bremen.
            ─Estamos sobre el objetivo[1].
            Y las bombas comenzaron a caer, de una en una, a intervalos regulares, directas hacia las ruinas de una ciudad castigada con crudeza, hacia las ruinas de una ciudad que albergaba las últimas almas que resistían, entre escombros, tras varios años de guerra.
            ─¡Ya están aquí, Capitán, son Messerschmitt!
            ─¡Malditos cabrones! ¿Y dónde coño están los nuestros? ¡Mantenga el rumbo, Teniente!
            ─¡Nos van a hacer picadillo!
            ─¡No se desvíe, mantenga el rumbo, es una orden!
            Dos Bf-109 surgieron desde arriba, pasaron cerca del bombardero y maniobraron con agilidad buscando su cola. Abrieron fuego.
            ─¡Los tenemos a las seis! ¡Joder, que alguien dispare esas ametralladoras!
            Y las ametralladoras comenzaron a cantar, buscando con sus notas del calibre 50 a los cazas alemanes. En el cielo, una danza de fugaces líneas amarillas, humo y olor a pólvora. El fuselaje recibió varios impactos. El artillero de cola fue alcanzado de gravedad.
            ─¡No podemos seguir en línea recta, Capitán! ¡Somos carne de cañón!
            Las últimas bombas fueron arrojadas. Los dos cazas volvían a maniobrar para buscar posición de ataque.
            ─Ya está, Teniente. Nos largamos. ¡Sáquenos de esta madriguera!
            El fuego antiaéreo se había intensificado. Algunos bombarderos caían en picado o en barrena dibujando estelas de humo en el cielo negro. Brown hizo un viraje mientras ganaba altura. Varios focos de fuego iluminaban la noche, horadando las tinieblas con llamas de varios metros de altura. Bremen estaba siendo masacrada.
            ─¡Ahí están, los tenemos otra vez en la cola!
            Los cazas fueron más precisos en su ataque y sus ametralladoras de 13mm barrieron el fuselaje y parte del ala izquierda. El motor estalló en llamas.
            ─¡Estamos jodidos! ¡Perdemos potencia!
            ─¡Maldita sea! ¿Dónde están los nuestros?
            Una nueva andanada terminó por desprender parte de las placas del fuselaje. Dos artilleros resultaron muertos, y otros dos más heridos por los fragmentos desprendidos de metal.
            ─¡Estamos cayendo, perdemos altura!
            ─¡Manténgalo en vuelo, Teniente! Tenemos que salir de aquí. ¿Cree que podemos cruzar la frontera?[2]
            ─No lo sé Capitán, será un milagro si lo logramos. Tenemos el fuselaje abierto y el motor izquierdo está inutilizado.
            ─Inténtelo, Teniente. Nuestras tropas están esperando para avanzar. Si logramos llegar al otro lado estamos salvados, aunque tengamos que aterrizar este montón de chatarra con el culo ─el Capitán gritaba junto al oído de Brown.
           
            Stigler[3] buscó su objetivo en el cielo. El B-17 se alejaba, desprendiendo volutas de humo y fragmentos de metal mientras perdía altura. Su único motor en funcionamiento[4], fatigado, no aguantaría mucho más. Indicó a Steinhoff que guardase sus seis y se situó a la cola del bombardero, centrándolo en la mira, dispuesto a derribarlo. El B-17 continuaba en línea recta, descendiendo ligeramente. Stigler se extrañó de que no abriesen fuego. Se acercó un poco más.
            ─¿Qué ocurre, Stigler? ¿Por qué no lo mandas al infierno?
            Stigler no contestó. Continuó acercándose hasta situarse en paralelo, por la parte del ala derecha. A través de los destrozos del fuselaje podía ver el interior del avión de Brown y cómo la tripulación se ayudaba mutuamente mientras el piloto luchaba por mantener el rumbo y la altitud.
            ─No puedo derribarlos.
            ─¿Y qué piensas hacer, escoltarlos hasta la frontera holandesa?
            Nuevamente optó por callar. Para Stigler era como si estuviesen cayendo en paracaídas. Los veía, eran un blanco fácil, pero no podía derribarlos. Así, no.
            ─Sabes que esto te puede costar un consejo de guerra ─y Steinhoff viró ciento ochenta grados, rumbo a Bremen, abandonando a su compañero.
            Stigler continuó escoltando al maltrecho B-17 hasta la frontera, entonces, saludó a Brown y regresó a su base.


[1] Aquel 20 de diciembre de 1943, el B-17 pilotado por Charlie Brown tenía como objetivo el bombardeo de una fábrica de aviones cerca de Bremen.
[2] En realidad, lo que hizo el avión de Brown fue cruzar el Mar del Norte hasta suelo inglés.
[3] Stigler no participó en el ataque al B-17 de Brown sobre el cielo de Bremen. Él estaba repostando y rearmando su avión en un aeródromo cercano. Cuando los alemanes vieron la retirada de los bombarderos aliados, fue ordenado despegar para abatirlos.
[4] El B-17 tiene cuatro motores, y no dos como se da a entender en el texto. El 20 de diciembre de 1943, el B-17 de Brown resultó seriamente dañado, y regresaba con tres de sus motores inutilizados.


sábado, 5 de mayo de 2012

Condenado (por Germán Zamorano)

Que se cierren para mí las puertas del cielo,
que no cuaje el fruto cuando haya salido la flor,
que quiebren las rocas al viento ligero,
que mueran las horas…
que no salga el sol.

Fundid los grilletes con mi piel y mis huesos
y atad las cadenas a mi alrededor.

Que aspiren mi alma las ánimas negras
y borrad de la historia mi rastro infeliz,
mutilad toda imagen que lleve mi nombre
y olvidad para siempre que un día existí.

(c) Germán Zamorano


jueves, 3 de mayo de 2012

Humaniores Litterae et Venustas, el nacimiento

La sala permanece engullida por la penumbra, silenciosa y expectante. Unas hojas secas, tintadas de cobre y bermellón, salpican el suelo de piedra. Épicas batallas pasadas en tapices medievales adornan las paredes, esperando a ser revividas con la fuerza de una simple mirada. Una vidriera solitaria tamiza la luz, por la que navegan microscópicas motas de polvo. Y ésta, la luz, acaricia tenuemente una figura, que ante el fuego de una chimenea ennegrecida hace corretear la afilada punta de su pluma por la superficie de un pergamino. El rasgar de la pluma parece decir algo. El personaje musita unas palabras.
-Humaniores Litterae et Venustas... Humaniores Litterae et Venustas...
No hace sino invocar aquello que la pluma parece susurrar.
Las Humanidades y la Belleza. Así había empezado. El pergamino, hasta entonces desnudo, comenzaba a vestirse ante sus ojos. De improviso, sonríe. El fuego crepita y se aviva, mordiendo la leña, su alimento.
Hunde de nuevo la pluma en la tinta. El pergamino espera anhelante. 
La obra da comienzo.