Dorilea,
año 1097
Brillaba azulenca la fuella de aquella inmisericorde
asesina de hombres en la mano del último Caballero de la Aurora. Sudoroso y exánime tras
tantas horas de lucha por su vida y por la fe, poco a poco sentía que las
fuerzas le fallaban, que pronto el mortal acero del enemigo le cercenaría el
gaznate, que las puertas del Cielo se le abrirían ese amanecer carmesí preñado
de sangre y muerte.
A su alrededor, un sinfín de cuerpos destripados,
desmembrados y desangrados cubría la tierra toda hasta donde la vista
alcanzaba. El humo del fuego consumiendo carne y veste se elevaba en el aire y
enturbiaba los cielos, emponzoñaba el oxígeno y hacía de Dorilea un infierno en
el mundo.
El Caballero de la Aurora lanzó una mirada
implorante al brumoso firmamento; la amarillenta bóveda celeste parecía reírse
de su infortunio. La espada resbaló de sus dedos y cayó al suelo, fangoso como
estaba de sangre y sudor. Su hoja se hundió en la tierra, entre los cadáveres
de quienes habían sido sus compañeros de Cruzada. Tomó el poco aliento que aún
le quedaba y, con voz brozna por el esfuerzo y el dolor, clamó su última
plegaria antes de ser degollado por un infiel turco:
—¡Dios de mis padres, acoge en tu seno a este
hijo tuyo, que humilde llega ante las puertas de tu Reino Celestial!
Y al igual que sus ancestros, los primeros Caballeros
de la Aurora ,
el último guerrero retornó a la
Caverna de la gloriosa Tebaida, de donde nunca debió salir.
© Irene Sanz 2014
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