Legajo nº 1: El
plan
13 de noviembre de 1870, al atardecer:
Evangeline Trinity Clatterbuck
quería asesinar a la señora Butterworth, y eso no era ninguna novedad. Por
miles se contaban las veces en las que había fantaseado con envenenarla,
acuchillarla, chamuscarla y descuartizarla, no necesariamente en ese orden.
Pero las fantasías estaban tocando a su fin. Pronto la odiosa solterona, oronda
como una peonza y de voz rasposa como la de una urraca, dejaría de fustigarla
con sus impertinencias.
Evangeline terminó de ajustarse el
favorecedor polisón de su vestido granate, cogió el manguito de armiño blanco y
descendió sigilosamente por las escaleras hasta llegar al vestíbulo. Una vez
allí, bajó la intensidad de la lamparita de gas y salió de la casa, el número
13 de Blair Street. Allí en Edimburgo el tiempo estaba harto desapacible, y
desde el encapotado cielo se escapaban gotas de lluvia como puñales de hielo.
Comenzó a caminar por el
resbaladizo empedrado de la calle, en dirección a Cowgate, donde el mugriento
pub de Bannerman´s bullía como un hormiguero de la mañana a la noche. Sin duda
alguno de los borrachos que solía frecuentar el lugar se fijaría en su
exuberante cabello del color del fuego y en su talle estrecho y torneado, pero
nada de eso importaba. Tras unos minutos de silenciosa caminata calle abajo,
llegó ante la fachada, cogió el pegajoso picaporte de la puerta y tiró hacia
atrás, entrando poco después. El lugar estaba abarrotado de escandalosos
parroquianos, y en el aire flotaba una traviesa humareda amarillenta, hedionda,
curiosamente grasienta. Sus grandes ojos verdes pasearon por cada rostro, a
cuál más abotargado, en busca de uno conocido. Al fin, tras un buen rato de
observación, dio con él, un rostro afilado y moreno de mirada torva,
perteneciente a un hombre apuesto de alto bombín color índigo a juego con su
traje. La pinta de cerveza negra que reposaba ante él, sobre la maltratada
barra, parecía a medio terminar. Jacob Henry Coleridge, lord Coleridge de
Cornualles, Jack para los amigos, la esperaba desde hacía un buen rato. Cuando
la vio aparecer a su lado no pudo por menos que levantarse de su renqueante
taburete y hacer una pequeña y respetuosa reverencia.
—Señorita Clatterbuck, está usted
radiante —piropeó. Evangeline le sonrió cortésmente, halagada. Escogió otro
taburete en el que tomar asiento y con una simple frase le pidió al obeso
cantinero una jarra de zarzaparrilla.
—Es usted muy amable —dijo, con el
tono de voz un tanto musical—. ¿Ha traído lo que le pedí?
—¡Oh, por supuesto que sí! —dijo
lord Coleridge, empezando a rebuscar entre los bolsillos de su chaleco de
terciopelo negro—. He traído lo que quería, un compuesto venenoso a base de
alcaloides de beleño, estramonio y adormidera.
Sacó entonces del bolsillo un
frasquito diminuto de vidrio azul, satinado. Evangeline lo miró un instante con
los ojos fulgurantes por la emoción.
—Magnífico —opinó, extasiada.
—Con un par de gotas de esto
podría matar a un oso —opinó lord Coleridge, poniendo en las tiernas manos de la
joven el frasco.
—Únicamente pretendo matar a una
mujer.
—¿Ha pensado en el Yard? ¿No es el
típico asunto en el que meten las narices?
—Puede que sí, pero para cuando lo
hagan, yo ya estaré rumbo a Bristol.
—¿A Bristol, señorita? ¿Es que
desea abandonar Edimburgo?
—Cuando la señora Butterworth
aparezca asesinada y el Yard investigue las causas de su muerte, lo primero que
hará será sospechar del servicio. Y yo soy su dama de compañía. ¿Cuánto tiempo
cree que tardará en acusarme del envenenamiento?
—No tardará, eso es cierto. —Dejó
escapar un suspiro ahogado—. Bien, entonces, ¿dice que partirá a Bristol?
—Sí, Coleridge —confirmó
Evangeline, guardando el bote en el interior de su manguito—. The Mechanic Dove
estará lista para partir esta misma noche.
Coleridge se quedó callado durante
unos segundos, tan inmerso en arcanas cavilaciones que incluso Evangeline se
apercibió de su repentino ensimismamiento.
—Permítame ir con usted, quedarme
allí al menos hasta que el Yard deje de seguirle la pista —terminó por decir,
con una determinación casi irracional. El tono con el que dijo aquellas
palabras denotó anhelo, casi súplica.
—¿Usted querría? ¿Y qué hay de su
magistratura? ¿Qué hay de su hacienda en Danderhall? No puede abandonarlo todo
así como así.
—¿Y por qué no? Será
temporalmente. Sabe demasiado bien que haría cualquier cosa por verla feliz a
usted, señorita. Vamos, ¿qué me dice? ¿Acaso soy tan mala compañía?
—No, lord Coleridge —negó
Evangeline, volviendo a ruborizarse como una chiquilla—. Está bien, haga cuanto
guste. Yo no le frenaré.
—¡Perfecto! Estaré esperándola
donde me diga.
—La señora Butterworth suele
tomarse una copita de coñac pasadas las diez de la noche —explicó Evangeline—.
Es el mejor momento. Espéreme en la dársena 12 del aeródromo de South Broughton
a medianoche. Allí estará The Mechanic Dove.
—Así lo haré, señorita
Clatterbuck.
Evangeline alzó la jarra de
zarzaparrilla y brindó con lord Coleridge. En efecto, las fantasías parecían ir
a convertirse muy pronto en realidad.
(c) Irene Sanz
Aunque no me gusta el adjetivo, voy a usarlo: maravillosa.
ResponderEliminarMe encanta como usas cada palabra, las pinceladas que das con el vocabulario para crear la historia.
Una pasada
Soy Mina
Muchas gracias, guapísima!!!!!! Siempre al pie del cañón, animando!!! Un besote grandeeee!! :)))
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