sábado, 23 de marzo de 2013

Peligroso descubrimiento

-¡Por las pulgas del Cancerbero! -exclamó el anciano mago cuando, por fin, la fuerte explosión destrozó gran parte de su equipo de alquimia avanzada y quemó los lomos de todos los libros de los que disponía en su angosto laboratorio.
La tambaleante torre de gastados sillares grisáceos pareció amenazar con hundirse de un momento a otro. En realidad la magia de Meruhem era lo único que aún lograba mantenerla en pie. Por el chirriante suelo de tarima quedaron diseminados miles de diminutos cristalillos procedentes de las redomas rotas y de los frascos reventados. El humo azulino resultante del estallido comenzó a salir en algarazos por las cuatro ventanas de la cúspide del torreón.
-¡Señor Tingwell! ¿Se encuentra bien? -preguntó una preocupada voz al otro lado de la puerta del laboratorio. Era Deliverance. La pequeña y pelirroja Rhagonycha Deliverance, ayudante del hechicero desde que tenía uso de razón, lo cual no era demasiado teniendo en cuenta que tan solo contaba diez tiernas primaveras. 
El barbudo y cadavérico Meruhem se sacudió el manto índigo para quitarse el polvo de encima y corrió aparatosamente entre los desperfectos para poder abrir a la muchachita. Giró el broncíneo picaporte y pegó un tirón. Deliverance contuvo un grito de pura sorpresa al ver el lamentable estado en el que su mentor se hallaba. La delgada cara tiznada de ceniza blancuzca, las ropas desmejoradas y quemadas, la barba medio calcinada, y como contraste los ojos chispeantes, eufóricos en su intenso color esmeralda.
-Me encuentro perfectamente, mi querida Deliverance.
-¡Ha hecho usted añicos el laboratorio entero! -se lamentó la niña, mirando aprensivamente la alfombra de cristales rotos que cubría el suelo.
-¡Sí! -afirmó Meruhem en un tono más agudo que de costumbre-. ¡A cambio he hecho un descubrimiento sorprendente!
-¿De qué se trata?
-¡Mi maestro, Evestrum Linneo, tenía razón! ¡Ven! ¡Pasa!
Hizo entrar a la intrigada niña hasta el caótico interior de la sala, esquivando muebles destrozados y restos indefinidos de objetos que habían quedado reducidos a basura.
-¡Linneo fue un genio! Halló un potente explosivo a base de palpos maxilares pulverizados de sexpunctatum, veneno de víbora de cuerno, leche de eléboro y unas gotas de idroagira.
-¿Está seguro?
-¡Segurísimo! Él dejó escrito en uno de sus grimorios que el agua alcalina debía pasar previamente por un filtro hecho de óxido de silicio durante tres noches por medio de una bomba a batería. ¡Así lo hice! Tres noches sin pegar ojo, queridísima Deliverance, pero, ¡lo he logrado!
La niña se acercó con timidez al escritorio ennegrecido por la explosión, y Meruhem dejó escapar una risilla eufórica.
-Como bien sabes, la leche de eléboro irrita la piel y es altamente tóxica, de modo que, cuando la mezclé a partes iguales con el veneno de víbora, tuve que hacerlo con los guantes de piel de tritón que me regalaste el mes pasado -explicó el mago mientras limpiaba con su propia barba el polvo denso que cubría uno de sus libros de química-. La operación realmente peligrosa viene cuando se añaden los palpos maxilares en polvo. Se crea una pasta negruzca tan pestilente como excrementos de duende. Además es muy corrosiva y un tanto radiactiva, con un número atómico Z de 83. Sin embargo no se vuelve explosiva hasta que el agua alcalina pasada por el óxido de silicio no comprime su masa molecular y provoca la fisión del núcleo.
-¿Ha provocado una fisión nuclear con veneno de serpiente y antenas de insecto? -preguntó Deliverance, extasiada.
-¡Exacto, mi estimada pupila!
-¡Es fabuloso! ¡Me alegro mucho por usted! -le felicitó la joven, con una encantadora sonrisa pintada en su carita.
-¡Oh, qué gran día para la ciencia, Deliverance! ¡Qué gran día! ¡Imagina el poder que tendrá quien disponga de la fórmula de este explosivo!
Al instante toda su alegría se desvaneció cuando Deliverance dejó de sonreír. La celebración desapareció de golpe. El silencio se volvió aplastante y desolado.
-Es peligroso, señor Tingwell -opinó la jovencita, el semblante sombrío y los ojos tristes.
-Mucho, querida Deliverance -consideró Meruhem, tan repentinamente apenado como su candorosa pupila -. Nunca nadie debe conocer esta fórmula. Nadie. Nunca.
Deliverance bajó la mirada hasta clavarla en las gastadas punteras de sus zapatos.
-Hay que esconderla.
Meruhem asintió silenciosamente. Y es que ciertas cosas no todo el mundo debe saberlas.

(c) Irene Sanz

lunes, 11 de marzo de 2013

Tarta de frutas

Aún no me había recuperado completamente de las desagradables náuseas que me había producido el viaje desde el aeropuerto de Copenhague-Kastrup hasta aquella plaza del centro de la ciudad. A pesar del vientecillo helador que parecía heraldo de más lluvias, no logré despejarme un ápice. Sören y yo habíamos quedado a las doce en la plaza de Kongen Nytorv, donde, a esa hora, la rumorosa muchedumbre de paisanos y forasteros emulaba un perfecto hormiguero humano. El viaje no había durado más de diez minutos, pero fue tiempo suficiente para que el estómago se me revolviera. 
Ahí estaba yo, perdida y mareada en medio del tranquilo gentío mientras la torre de la iglesia de San Nicolás, una afilada aguja verde que se alzaba al cielo como intentando arañar las nubes, veía desdibujados sus estilizados contornos por la niebla y la lluvia. Y estaba esperándole. Sí, a él. Levanté la mirada cuando una minúscula gota de lluvia se posó en mi nariz. Maldije a Sören. Iba a llover más, si cabía.
-¡Aroa! -escuché que me llamaba alguien a mis espaldas. Al girarme le encontré a pocos metros de mí, medio engullido por el torrente humano y con una preciosa sonrisa perfilando sus finos labios. Las tripas se me retorcieron de puro nerviosismo. Cogí mi maleta bermellón y me acerqué a él, tratando de esconder, si bien a duras penas, el malestar que azotaba mis entrañas. Pero, ¡oh, magia ignota! Aquel malestar fue desapareciendo conforme mis desvaídos pasos me llevaban ante él. Al mismo tiempo me parecía estar llegando a las mismísimas puertas del cielo.
-Estás preciosa -me dijo, ensanchando aquella sonrisa suya que podía fácilmente devolverle la vida a un cadáver, por muy putrefacto que estuviese.
-Tú también estás muy guapo -logré comentar. No mentía en absoluto. Estaba guapo, muy guapo. Se inclinó sobre mí, me prodigó dos besos formales y cogió mi maleta para llevársela consigo. El corazón bailoteó en mi pecho durante un milisegundo, para quedar irremediablemente petrificado ante la despiadada frialdad que Sören mostraba conmigo. Los ojos, por un momento, me picaron. De haber podido mirarme en un espejo, los habría visto enrojecidos. La incertidumbre que me invadía desde hacía meses se estaba convirtiendo en una verdadera tortura. 
-Ven, anda. Vamos a La Brasserie -dijo Sören, dándose media vuelta y poniendo rumbo, entre la inquieta muchedumbre, hacia un lugar desconocido para mí.
-¿La Brasserie? -Estimé que mi voz no me delataba demasiado-. ¿Qué es eso?
Sören se giró un segundo para mirarme con esos ojos suyos como hechos de mar embravecido.
-Un café donde sirven la mejor tarta de frutas de la ciudad.
Volvió a negarme la masculina hermosura de su rostro y continuó sorteando riadas de visitantes. Yo le seguí, muda de tristeza por espacio de varios minutos, hasta que me decidí a hablar de nuevo.
-¿Cuánto tiempo has estado esperándome aquí?
-Toda la mañana.
Aquella contestación fue peor que toda la lluvia del mundo sobre mi embarullada testa.
-¿Toda la mañana?
-Sí.
La Brasserie se mostró ante nosotros con la humilde e impertérrita majestad de los establecimientos gozosos de cierta historia. Al entrar, un extraño y acogedor murmullo, tan tenue como heterogéneo, me envolvió y me arropó como haría una madre amorosa con su hija. Y el aroma dulce de las tartas, expuestas como estaban en un mostrador de cristal cóncavo, me hizo sonreír a pesar de todo. Una mesa y dos sillas vacías, junto al amplio ventanal que daba a la plaza, parecían estar esperándonos desde hacía largo rato.
-¿Y por qué has estado aquí toda la mañana? -le pregunté, llevando una mano un tanto acusadora a la plaza, que poco a poco volvía a hundirse en una grisácea oscuridad, preludiando un buen chaparrón en ciernes. Sören se acomodó en una de las sillas y yo en la otra, tratando a la vez de desentrañar algún enigma de los muchos que me planteaba su pétrea expresión facial.
-Porque llovía -me contestó, tan tranquilo que casi me dieron ganas de abofetearle, rabiosa.
-Eso no tiene sentido.
-¿Y por qué no? -me preguntó. Pretendía responderle cuando una mujer de rostro redondo y tez rubicunda nos sirvió té y dos trozos de tarta. Me fijé en el de Sören. Parecía de limón. Y simplemente ignoré el mío.
-Porque nadie pasea bajo la lluvia -le contesté. Sören, en vez de extrañarse, me sonrió.
-No he dicho que estuviera paseando. 
-¿Entonces? ¿Por qué estuviste tantas horas?
Sören perdió la mirada en la plaza, aquel fastuoso rincón de Copenhague sobre el que una repentina pero previsible lluvia descargaba de nuevo su cólera.
-Porque me gusta el color de esta ciudad cuando llueve.
"Aroa, no tienes réplica posible", pensé. Al posar los ojos en mi trozo de tarta descubrí que era de chocolate y fresa. Mi favorita. Además tenía una curiosa forma. La forma de un corazón.
Miré a Sören de nuevo. Ya no miraba la plaza. Sus ojos de color índigo parecían querer taladrar los míos. Solamente se me ocurrió sonreír.
Nunca más me molestó la lluvia.

(c) Irene Sanz