Dicen que
la muerte es lo único que no tiene remedio. No es verdad. Se puede escapar de
la muerte, y no me refiero a evitarla en ese último instante en el que todo
parece perdido, en ese último instante en el que tu vida pasa en un segundo
ante tus ojos, me refiero a volver de la muerte, a engañarla en su propia mesa,
con sus propias cartas, con sus propias reglas. No me creen, ¿verdad? Y hacen
bien en mantener sus reservas respecto a la veracidad de mis palabras, en
mantener la guardia alta frente a mi lengua viperina. Pero díganme, ¿qué edad
aparento? Quizá unos veinticinco, en cualquier caso, no más de treinta. No
siempre ha sido así. He visto la vida con los ojos cenicientos de aquellos
cuyos días agonizan, y he descubierto la luz con el primer llanto al nacer. He
sentido el último aliento de hombres inmensamente ricos, pero también he
aspirado la última bocanada de aire de aquellos cuyos días han llegado a su
ocaso en la más mísera de las situaciones. Llevo vagando desde los albores del
tiempo, poco después de que la tierra se enfriase y los primeros hombres fueran
capaces de levantar ciudades. No importan los motivos que me ataron a destino
tan atroz, ya ni siquiera los recuerdo, ni me interesa recordar. A lo largo del
tiempo he tenido muchos nombres, pero solo uno es el verdadero, uno que muy
pocos conocen.
(c) Germán Zamorano