domingo, 30 de septiembre de 2012

Una mañana de domingo

-12:53
Despierto con la extraña sensación de que algo ha cambiado durante la noche. Me tomo una copa de whisky, regalo de mi novia, para que se me pase. A cambio, me sumo en una cogorza monumental. 

-13:06
Salgo de casa con una chancla puesta en el pie derecho y una bota de cuero en el izquierdo. Ignoro por qué. Continúo con la molesta sensación hasta que llego a un banco del parque. Los alegres pajarillos que revolotean a mi alrededor me hacen sonreír como si fuese idiota.

-13:21
Se me pasa la cogorza de sopetón. Me entra hambre. Las palomas que se me acercan me parecen apetitosas. Empiezo a babear sin control. Compruebo entonces que mi saliva posee cierto tonillo verdoso. ¡Qué raro!

-13:30
Empiezo a mosquearme. La gente que pasa junto a mí me mira con una mezcla de miedo y repulsión. ¿Qué pasa? ¡Solamente me he comido tres palomas! Será porque escasean en Madrid.

-13:45
Mi mosqueo muta en preocupación. Seguro que algo ocurre y no me estoy dando cuenta. Observo la expresión de pánico de algunas personas. Aún me sorprendo más. Engullo entonces la última pata de paloma.

-13:58
Me levanto del banco con la idea de buscar un escaparate en el que poder echarle un vistazo a mi propio reflejo. Por si acaso. Encuentro uno apropiado.

-14:05
Me horrorizo al descubrir que llevo toda la mañana con el cráneo roto, y que por el hueco asoma un trozo de cerebro medio comido: ¡El mío!

-14:06
Por fin caigo en la cuenta: mi nueva novia se ha comido la mitad de mi cerebro. ¡Será hija de puta! ¡Cuando llegue a casa se va a enterar!

***

Aclaración: ¡Cuidado con las novias comecerebros, que luego son las palomas las que sufren!

(c) Irene Sanz

domingo, 23 de septiembre de 2012

Un viaje que comienza

La cabeza ensangrentada del orco cayó rodando calle abajo cuando la mortal hoja de la espada de Brelline cercenó de un tajo limpio su cuello. La sangre, negruzca y hedionda, perló de puntos oscuros el suelo empedrado. Las gentes del estruendoso mercado apenas prestaron atención a la cruenta escena cuando el corpachón de la criatura se desplomó con un ruido sordo. El acero de la elfa retornó a su vaina a toda velocidad, y ésta, dándole un desdeñoso puntapié al maltrecho cadáver, se dio la vuelta y reanudó la caminata hacia la cantina de Thom el Cojo, un antiguo caserón de madera, adobe y ladrillo cuyos picudos tejados de pizarra negra parecían obstinarse en rasgar el cielo emplomado. 
Brelline entró en total silencio, con los pasos ágiles y el gesto sereno. En su oscuro interior, únicamente un par de parroquianos ante la mugrienta barra y el propio cantinero daban pie a pensar que había allí algún tipo de vida. Y a juzgar por el lamentable aspecto de los dos borrachos, no podía decirse que hubiera mucha.
Thom se acercó a la elfa a paso renqueante, limpiándose las manos en su mandil.
-Buenas tardes. ¿Qué vais a tomar, hermosa dama? -preguntó, observando sin ningún pudor las largas piernas desnudas de Brelline. Ella le miró de arriba abajo como si tratase de encontrar en él, sin resultado, algún tipo de encanto.
-Una pinta de cerveza de Doonerdam y un pedazo de ese cochinillo que tenéis asándose en el horno -dijo, tomando asiento en uno de los taburetes libres, junto a la barra-. Acabo de mandar a un orco al infierno ahí, en el mercado, y francamente, estoy hambrienta.
Thom asintió en silencio y sirvió la cerveza en una gran jarra de barro cocido.
-Los orcos están volviéndose un tanto violentos de un tiempo a esta parte. Dicen que los Espectros de la Torre de Athelior han despertado del Sueño Postrero. ¿Creéis que puede ser cierto?
Antes de que Brelline pudiera contestar, una musical voz masculina se alzó desde las sombras ignotas de la taberna.
-Es cierto que han despertado, Thom. El Sínodo de los Insomnes ha sido convocado. Brelline y yo partiremos a las Tierras Arnálidas esta misma noche.
La elfa desvió la mirada hacia la oscuridad, y de ella emergió un elfo de singular belleza.
-Ya pensé que llegaríais tarde, noble Saphiron.
-Nunca llego tarde, excepto cuando lo que deseo es encolerizar a quienes me esperan -bromeó el elfo, entre risillas de malévola diversión. Brelline esbozó una sonrisa pícara antes de llevarse la jarra de nuevo a los labios. Por su parte, Thom el Cojo había empalidecido de sopetón.
-Los Espectros... Los Espectros han... -balbuceó, sin poder articular una sola palabra más.
-Sí, Thom. Han despertado, y con más fuerza que nunca.
La puerta de la cantina se abrió de golpe, y por ella entraron cuatro descomunales orcos de aspecto fiero. En sus manazas portaban garrotes y martillos, y entre gruñidos y berridos, Brelline y Saphiron entendieron algunas toscas amenazas. Brelline desenvainó a Darmos con la soltura de una danzarina, mientras que las dos dagas curvas de Saphiron, Pensamiento y Memoria, comenzaron a revolotear a su alrededor como mortales pájaros de acero. La elfa frenó dos fuertes mandobles de uno de los orcos, y poco después su espada se hundió en sus vísceras. Saphiron le cortó la garganta a otro, y éste, exhalando gorjeos agónicos, cayó al suelo junto al otro cadáver. El tercer orco logró golpear en el hombro a Saphiron, pero a cambio éste le rajó el abultado vientre desde el esternón hasta la entrepierna, desparramando sus entrañas por el suelo de la cantina simulando un apestoso torrente de putrefacción. El último de los orcos con vida, presa del pánico, soltó su maza y abandonó la cantina a todo correr. Todo volvió a quedar súbitamente en calma.
-Si hay algo que de verdad odio es tener que admitir que cada vez tardo más en aniquilar orcos -se burló Saphiron, guardando las dagas en sus fundas.
-Deberíamos irnos ya.- Brelline acabó de dos tragos su cerveza y, después de pagar a un horrorizado Thom, abandonó la taberna seguida por Saphiron. El dragón les esperaba a las afueras de la aldea de Lendrain. El viaje hacia las Tierras Arnálidas debía comenzar cuanto antes. 

(c) Irene Sanz

domingo, 16 de septiembre de 2012

Canción de Étain

Conozco el aroma de las violetas floridas,
El dulzor de las moras en verano,
La belleza del halcón, que con alas extendidas
Surca el cielo silente, como un susurro temprano.

Conozco el deleite de los primeros amores,
La tortura de la razón imponiéndose a mi alma,
El fuego del cuerpo, el paraíso de los ardores,
La conjura de los elementos ocultándome el alba.

Gran Eochaid, guerrero de tierras hermosas,
Luz del sol entre nubes de tormenta,
Rey mío, amante mío, te canta tu esposa,
Nueve años por Midhir continuará la dura afrenta.

Y mis ojos lloran por no estar a tu lado,
Roto mi ser en cincuenta fragmentos.
Por no tenerte de amor engalanado
Sufro tortura, rencores y crueles tormentos.

Desde las profundidades de la tierra,
Donde Midhir tiene su hogar de maldad,
Entono mi canción, de tristeza sincera,
Al amor dedicada, virtud de eternidad.

Conozco el aroma del jazmín y el azahar,
La miel del amor tintando mis labios,
La belleza del gorrión, que humilde permite soñar
Con tu cuerpo, tus caricias, el fulgor de tus abrazos. 

Conozco el placer de un lecho en compañía,
La tortura de la soledad condenando mi pasión,
El fuego del sexo quemando el alma mía,
La conjura de la oscuridad matando mi corazón.

(c) Irene Sanz

sábado, 8 de septiembre de 2012

Un lugar maldito (por Germán Zamorano)

Hospital de Wakefield, Massachusetts, marzo de 1919

Creo que llevas demasiado tiempo preocupado por mí. Lo sé por ese montón de cartas que se han acumulado en el recibidor de la casa. Acabo de leerlas, el enfermero me las trajo esta mañana.

Cuando en nuestro último encuentro me relataste esa increíble historia del viejo asesino, no pude resistir la tentación de ir a la escena y contemplar por mí mismo el lugar de los hechos. Estuve en la gasolinera donde esa carretera, castigada por el tiempo, se divide en dos, y el empleado me aconsejó que no tomase la dirección que un mes antes tú habías escogido. La leyenda está muy presente en la comarca, y los vecinos apenas se atreven a acercase a las inmediaciones de las ruinas o a adentrarse en los bosques cuando el sol se pone. No te imaginas lo impresionante del paisaje a la luz de la luna. Las sombras de los árboles cenicientos que crecen tras cruzar el túnel se vuelven sobrecogedoras...

La noche era fresca, y Orión se dibujaba desafiante en un cielo cuajado de estrellas. Entonces, se levantó un aire espantoso y la oscuridad cayó sobre los bosques como una bocanada surgida de las entrañas de la tierra. Aparecieron delgadas nubes, que parecían jirones de algodón empapados de agua, que ocultaron la luna tras su denso cortinaje, y una niebla espesa ocultó las formas haciendo que todo quedase convertido en un inmenso lienzo gris. Los faros del coche apenas iluminaban la carretera. Pensé que lo mejor sería parar y dormir hasta la mañana. Desperté sobresaltado cuando escuché el ruido del motor. Un coche se aproximaba. Toqué el claxon para llamar su atención. La niebla se había vuelto menos densa, y a lo lejos vi los faros que se aproximaban.  Salí a parar al conductor, sin embargo temblé hasta caerme de rodillas cuando al pasar junto a mí vi que eras tú quien conducías… ni siquiera recaíste en mi presencia.

Subí al coche, arranqué y pisé el acelerador a fondo, jugándome la vida en cada curva. Mi velocidad era muy superior a la tuya, y sin embargo no logré alcanzarte. La carretera terminó. No había rastro de ti ni de tu coche. Comencé a buscarte, llamándote a gritos y deambulando sin rumbo entre los árboles. Entonces lo vi: un montón de escombros en medio de un claro. Algunos muros aún se mantenían en pie, aunque la mayor parte de la casa se había derrumbado. Estaba allí, en el mismo lugar en el que tú habías estado un mes antes… ese lugar… ¡ese lugar está maldito! Todo se oscureció de repente. Una ligera brisa cargada de una fuerte pestilencia a podredumbre infestó el bosque. Todo enmudeció, y hasta las escasas florecillas violetas parecieron marchitarse. Y entonces el humo… de entre los escombros comenzó a surgir una columna de humo, y de entre el humo surgió su figura. Llevaba un mandil salpicado de sangre seca, y sus manos estaban manchadas de sangre y la sangre salpicaba su cara. Flotaba, flotaba a medio metro del suelo, entre el humo, ensangrentado, mirándome. ¡Todo era tan real! Salí corriendo. Tropecé. Caí. Subí al coche y aceleré. Pasé junto a un árbol cuyas retorcidas formas me sobrecogieron, y al rato volví a pasar junto a otro de similares características. El paisaje parecía no cambiar. Los árboles tomaban formas grotescas. Sus ramas se retorcían como si sufrieran de un horror insoportable. Estaba asustado. Aún siento escalofríos al recordarlo. No conseguía salir de allí, me movía en círculos. Paré el motor, reflexioné unos segundos y tomé otra dirección. Pensé que lo mejor sería conducir en línea recta, pero unos metros después volví a pasar junto al mismo árbol. Las huellas de los neumáticos se entrecruzaban una y mil veces. Paré de nuevo, traté de pensar… entonces escuché el claxon. Había otro coche, creí que eras tú, pero al acercarse no pude creer lo que veía: yo mismo conducía aquel coche que me iba a embestir, podía verme, en mi cara se dibujaba la locura, un horror más allá de lo indescriptible. Pasado y presente se fundían en el mismo instante… Después, la colisión. Y todo se volvió negro.

Desperté en esta cama, en el hospital de Wakefield. Tenía las manos y la cara vendadas. Me dijeron que había sufrido un accidente con el coche, que había caído por un barranco tras cruzar un túnel y que no se sabe qué milagro hizo que lograra apartarme a tiempo cuando el coche estalló en llamas.

(c) Germán Zamorano

domingo, 2 de septiembre de 2012

El jardín

Entre pensamientos y petunias
alcanzo el edén en silencio,
y bajo las ramas de los serbales,
entre floridos y antiguos matorrales,
evito el hastío y el cansancio,
los rencores, los odios y las penurias.

Como calas, jazmines y lirios,
florezco cada hermosa primavera,
desando lo andado por flores coronada,
recibo la lluvia con sonrisa afortunada,
y como encarnada rosa altanera,
rechazo las penas y los martirios.

Entre aliagas, laureles y celindas
encuentro la paz que mi alma ansía,
y bajo las hojas del fresno querido
escribo estos versos de don consabido,
mientras el mirlo, de voz bravía,
entona su canto de amor a la vida.

(c) Irene Sanz