domingo, 29 de julio de 2012

Un mundo ignoto

El mar entraba a raudales entre las rotas cuadernas de la chalupa en la que Sherwin permanecía desde hacía tres días. Su estómago rugía y su boca demandaba un mísero sorbo de agua. La lengua le sabía a ceniza.
El navío en el que había estado navegando había quedado sepultado bajo el peso de cientos de toneladas de agua salada. Una tempestad como sacada de las peores pesadillas de un demente había sorprendido a la tripulación en los mares de Surinam y había provocado el hundimiento del Afrodita. En mitad de la tormenta, únicamente tres o cuatro chalupas habían logrado huir del desastre.
Después de tres días agónicos, únicamente rodeado por millas de océano, divisó tierra. Unos altos islotes, desperdigados en mitad de la nada, exhibían su pletórico verdor como si con ello emulasen mudos cantos de sirena. Sherwin remó hacia uno de ellos, apenas sin fuerzas. La Providencia quiso que la marea llevase la renqueante embarcación hasta sus costas. Cuando al fin llegó, se sintió desfallecer, caer, morir; quiso envolverse con la calidez de la muerte, y recordó en un momento el placer de una cama y de un cuerpo de mujer. Los últimos estertores de la vida le hacían delirar. Comida y mujeres. Mujeres y comida. Agua. Fluidos. Placeres sin fin. El Edén. 
Las cadenciosas olas de la playa estuvieron arropándole durante horas, como si aún Neptuno hiciera postreros intentos por llevarle a su reino. Con la llegada de los primeros rayos del sol rompiendo la monotonía de la noche, Sherwin despertó. Continuaba hambriento, pero las horas de descanso sobre la arena habían fortalecido su cuerpo y su mente. Se irguió en la playa y miró en derredor. Aquella isla parecía desierta, virgen, inexplorada. La frondosa vegetación tropical se le antojaba un nido de peligros, pero también una fuente de alimento. Y de agua. Estaba sediento. Tragó la poca saliva que aún le quedaba, y se dijo a sí mismo que debía buscar algún tipo de arroyo en el interior de la isla con el que calmar su sed.
La última de las olas, maliciosa y traicionera, pareció rodear con sus líquidos dedos las piernas del debilitado marinero. Éste, apenas exhalando un aullido lastimero, fue arrastrado al mar de nuevo. La playa desapareció. La exhuberancia de la selva quedó atrás. De nuevo el agua le rodeó. Sus pulmones se agostaron. Braceó y pataleó, pero todo intento de nadar hacia el exterior fue inútil. Sus ojos, poco habituados a ver bajo el agua, se vieron repentinamente clarificados. Parpadeó, incrédulo. Cientos de hogares submarinos bajo la superficie de las islas parecían llamarle a gritos. Neptuno había tenido sus razones para requerir su presencia. Abrió la boca, tratando de decir algo. El poco oxígeno que aún le quedaba en las entrañas salió de su cuerpo en caprichosas burbujas. Y una hija de Neptuno, del color del mar, salió a su encuentro. Por un instante creyó escuchar con los oídos de su cabeza la bienvenida de la nereida. 
Y sonrió. Acababa de llegar a su propio Edén.

(c) Irene Sanz 

lunes, 23 de julio de 2012

El océano enfurecido

Ninguno de los que íbamos a bordo del Oengus pudimos intuir siquiera la clase de tempestad a la que los dioses tenían pensado someternos. Nuestro barco, un viejo paquebote sin muchas pretensiones de seguir dando servicio un año más, se vio sacudido por unas olas a babor y estribor que parecían el fruto de los peores odios de Neptuno. Leviatán en persona parecía empeñado en sepultarnos bajo toneladas de agua salada y oscura. Aterrados tripulantes correteaban incansablemente de acá para allá, tratando por todos los medios de mantener a flote el navío.
Mi esforzado padre me ordenó permanecer a salvo en los camarotes mientras él retornaba a cubierta para echar una mano a los marineros. Yo era un adolescente, y como tal ignoré la orden. Ascendí a paso raudo por la escalerilla hasta quedar, como los demás, expuesto a la cólera de la tormenta. El océano parecía haberse convertido en el mismísimo infierno.
No sé en qué momento una ola monstruosa engulló medio barco, y al retirarse me arrastró con ella a las heladoras profundidades. Grité y pataleé, tratando de agarrarme a algo. Fue inútil. Caí por la borda y el agua pareció querer convertirse en mi sepultura. El frío me acribilló la piel y paralizó todos y cada uno de mis músculos. Poco a poco el tenue fulgor de la superficie se fue alejando de mí; sobre mi cabeza quedaron los alaridos de los marineros del Oengus, los chasquidos de la quilla y de los palos, el viento aullador rasgando el maltratado velamen. Todo quedó lejos. Todo, incluso la vida. Mis pulmones se llenaron de agua y el aire desapareció de mi cuerpo. Me comencé a marear. Mis ojos se nublaron. Me moría. 
En ese momento, unas manos aún más heladas que el propio mar me cogieron de la cintura y me elevaron, hasta mostrarme un cabo que se mantenía unido a las rotas cuadernas del navío. Reuní las pocas fuerzas que me quedaban y me así a la áspera cuerda hasta salir a la superficie. Un marinero en cubierta me encontró, y entre varios me alzaron hasta ponerme a salvo. El Oengus quedó varado en la costa minutos después, empujado por aquella tempestad que ni aun los más ancianos lobos de mar recordaban haber vivido. Mi debilidad me impidió ponerme en pie y asomarme al mar de nuevo para ver quién o qué me había salvado la vida. Nunca lo supe. Lo que ocurrió aquella noche sigue siendo un misterio.

(c) Irene Sanz

martes, 17 de julio de 2012

Amor

Noche y su luna, día y su sol,
niño y su cuna, cruel sinrazón.
Agua y su canto, planta y su flor,
fe sin quebranto, así es el amor.

Senda tortuosa, luz del camino,
mudez clamorosa, del mundo destino.
Anhelo y rechazo, así perseguido,
pasión y flechazo, el bien preferido.

A tientas avanza, callado conquista,
no admite tardanza, al malo despista.
Amor, que te buscan; amor, que me inflamas,
amor, que te odian; amor, que nos llamas.

(c) Irene Sanz